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LA REVOLUCION DE MAYO
¿DONDE ESTA EL PUEBLO?
La plaza está ahora desierta. Es ya pasado
mediodía, la hora de la siesta tradicional, y los revolucionarios porteños se
han retirado de la plaza. Cuando reciben la petición escrita, los cabildantes
advierten el hecho y exigen que se proceda a congregar al pueblo, "pues el
Cabildo, para asegurar la resolución, debe oír del mismo pueblo si ratifica el
contenido de aquel escrito?". Pasa un rato; los capitulares salen al balcón
y ante la escasez de gente Leiva pregunta: "¿Dónde está el pueblo?".
Esto colma la paciencia de los pocos exaltados que permanecen en, la plaza,
bajo la llovizna. A partir de ese momento - dice el acta del Cabildo - "se
oyen entre aquellos las voces de que si hasta entonces se había procedido con
prudencia porque la ciudad no experimentase desastres, sería ya preciso echar
mano a los medios de violencia; que las gentes, por ser hora inoportuna, se
habían retirado a sus casas; que se tocase la campana del Cabildo y que el pueblo se congregaría en aquel
lugar para satisfacción del Ayuntamiento; y que si por falta de badajo no se
hacía uso de la campana, mandarían ellos tocar a generala y que se abriesen los
cuarteles, en cuyo caso sufriría la ciudad lo que hasta entonces se había
procurado evitar". Esta vez, la amenaza no es velada, sino directa y
terminante. Los capitulares lo comprenden y se dan cuenta de que no queda otro
camino que acceder a todo lo que se pide. El Cabildo aprueba entonces la
petición, impotente para resistirse a los jefes militares que amenazan con la
acción, y al corto número de individuos todavía reunidos en la plaza para
apoyarlos hasta el final.
Entonces el actuario lee el acuerdo: la Junta debe velar por el orden y la
tranquilidad; el Cabildo velará por la conducta de los vocales y, previo
conocimiento del pueblo, los podrá remover si no cumplen con su deber; también
tendrá la facultad de designar los reemplazantes por impedimento de alguno de
los miembros; por otra parte, se limitan las atribuciones de la Junta para establecer
impuestos sin aprobación previa del Cabildo.
Casi enseguida, Leiva se las ingenia para que los capitulares aprueben para la
nueva Junta un reglamento muy similar al que debió regir a la efímera Junta que
había renunciado el día anterior.
Pero la situación en que ha quedado el Cabildo no es, por cierto, airosa.
Fracasadas todas las artimañas de Leiva, el poder está por entero en manos de
los patricios. Los cabildantes quieren conseguir, por lo menos, que la asunción
del nuevo gobierno carezca del boato con que se había rodeado la del día
anterior. Con el pretexto de la urgencia, se resuelve que la Junta se instale "por
acta separada y sencilla" y se publique su instalación por bando "sin
detenerse en las fórmulas que se observaron para la instalación de la primera".
La ceremonia. se lleva a cabo rápidamente, con el protocolo indispensable. Los
miembros de la Junta pedida e impuesta por los criollos se disponen a jurar.
Saavedra, antes de hacerlo, manifiesta que acepta el cargo de Presidente "sólo
por contribuir a la tranquilidad pública y a la salud del pueblo". Luego,
juran, en su orden, los demás miembros.
Todos ellos se comprometen a "conservar íntegra esta parte de América a
nuestro augusto soberano don Fernando Séptimo y sus legítimos sucesores" y
a "guardar puntualmente las leyes del reino". Azcuénaga, cuando jura,
pide que en tanto su designación obedece al voto de "una del pueblo", se
consulte la voluntad de la "que faltase y la represente".
Al terminar la ceremonia, Saavedra promete "mantener el orden, la unión y la
fraternidad", y también "guardar respeto y hacer el aprecio debido de la
persona del Excmo. Señor don Baltasar Hidalgo de Cisneros y toda su familia".
Asomado al balcón del Cabildo, repite lo mismo ante "la muchedumbre de
pueblo que ocupaba la Plaza". De allí, en un marco multitudinario, entre
repiques de campanas y salvas de artillería, los miembros de la Junta se
trasladan al Fuerte, mientras arrecia una lluvia torrencial que les sirve de
excusa a los capitulares para evadir la ceremonia de cumplimentar a las nuevas
autoridades.
El primer gobierno revolucionario del Río de la Plata, que asume el poder en el
nombre del pueblo, ya es un hecho.
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