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LA REVOLUCION DE MAYO
QUIENES ADMINISTRABAN EL
DINERO Y HACIA DONDE FUE DESPUES
El 25 de Mayo fue financiado. Quienes lo hicieron eran prósperos hombres de negocios. Criollos e ingleses conformaron la red de nuevos intereses para respaldar económicamente los agitados días de mayo de 1810.
El 25 de Mayo de 1810
suponía ya que lo iban a matar. Pero no se dio por vencido ni aun vencido.
Cuando ascendió al patíbulo, los verdugos arrojaban dinero al pueblo, que
celebraba como en el circo romano.
Martín de Alzaga fue ahorcado en la fría mañana del 6 de julio de 1812, en
Buenos Aires. Lo acusaban de avariento y codicioso, y de amar los botines más
que ninguna otra cosa. Más aún que la vida misma.
El muerto, secundado por su amigo José Martínez de Hoz, por Gaspar de Santa
Coloma y por Gastón Elorriaga, entre otros, había sido el líder del llamado
Grupo Peninsular. Los empresarios españoles que más dinero habían hecho durante
los últimos años de la administración imperial. Eran ricos y poderosos.
Obviamente, ellos no querían la revolución, ni las nuevas reglas de juego
antimonopólicas que los obligaban a perder sus copiosos botines. En la primera
semana de julio de 1812 fueron ejecutados 40 "conspiradores"
peninsulares.
Alzaga sostenía una red de negocios extendida desde Potosí a Lima y desde Chile
hasta Buenos Aires. Había sido el empresario español más importante del
Virreinato. Y, tal vez, el más lúcido y valiente. Junto con el francés Santiago
de Liniers habían comandado la resistencia contra el invasor inglés. Pero más
tarde, en enero de 1809, anticipando eventuales movimientos contra el pacto
colonial, se había levantado en armas contra el propio Liniers, a quien
consideraba napoleónico y antiespañol. "El Vasco", tal como lo
llamaban sus amigos, tenía lacayos, dinero y propia tropa como para intentar un
golpe de Estado. Pero fue vencido.
Cornelio Saavedra, quien un año después presidiría la Junta revolucionaria de
Mayo, enfrentó a Alzaga poniéndose al mando del Regimiento de Patricios y de
los criollos que ya no querían ni ver a los peninsulares. Lo capturó y lo envió
a la cárcel de Carmen de Patagones. Pero Alzaga, que tenía amigos poderosos en
las esferas tribunalicias virreinales, fue absuelto y liberado con sus
cómplices, los españoles Miguel de Ezquiaga y Felipe Sentenach.
Rápidamente volvió a conspirar tras la Revolución de Mayo. Fue el financista de
la contrarrevolución, junto con los peninsulares y el superior de la orden de
los católicos betlemitas, Fray José de las Animas. Alzaga apostaba al todo o
nada, a la victoria de los ejércitos realistas, a los que destinaba
información, logística y dinero.
Volvieron a capturarlo y esta vez no tuvieron piedad.
Alzaga y el Grupo Peninsular se enfrentaron con dos enemigos esenciales: los
criollos y los ingleses. Esa fue la nueva conjunción, la red de los nuevos
intereses creados para el financiamiento de los agitados días de mayo de 1810 y
de la guerra revolucionaria posterior. La debacle del paradigma imperial
español, atacado en su corazón metropolitano por los ejércitos napoleónicos, se
conjugó con los inmensos apetitos comerciales sajones y —a la vez— con el ansia
libertaria de los nativos. Tras las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807 se
produjo un creciente contrabando de productos de manufactura británica y un
simétrico descenso de los ingresos fis cales y aduaneros. Faltaba dinero y las
transacciones comerciales se realizaban con bonos, letras de tesorería y vales
varios con los que el quebrado Estado virreinal les pagaba a sus proveedores.
Los ingresos aduaneros entre 1810 y 1820 fueron, en moneda constante, un 47 por
ciento más bajos que los ingresos por la misma vía entre 1800 y 1810. Según una
investigación del historiador Samuel Amaral, en 1810 los ingresos estatales
fueron de 2.491 millones de pesos, y los gastos, de 3.036 millones. La brecha
deficitaria se cubría con la emisión de deuda pública bajo la reiterada fórmula
de los bonos.
Sin dinero, el Estado debía financiar una guerra. Como sugiere Tulio Halperín
Donghi, los cuerpos militares, sobre todo los de artillería, infantería montada
y caballería, se crean por iniciativa de personas privadas como, por ejemplo,
Juan Martín de Pueyrredón, fundador, precisamente, de los Húsares de Pueyrredon
y de larga trayectoria posterior en las batallas revolu cionarias, o Juan José
Terrada, masón, anglófilo e integrante activo de la Logia Lautaro, de la que
formaría parte también José de San Martín. La perspectiva de la supuesta
prosperidad que traería el libre comercio (en detrimento del pacto colonial que
obligaba a los vínculos monopólicos con España) parece haber incentivado la
inversión de algunos prósperos hombres de negocios en la organización de
regimientos varios. Invirtieron en el ejército, comprando armas y pagando
sueldos a los oficiales, en función de un nuevo orden económico.
Pueyrredón, como cuenta Rodolfo Terragno en su Maitland y San Martín, tenía un
vínculo cercano y activo con James Parossien, un británico que había llegado al
Río de la Plata en 1807 durante las Invasiones Inglesas. Juntos emprendieron
una larga marcha en busca de dinero fuerte. Atravesaron la Puna y las montañas
(con el ejército criollo cubriendo las espaldas) hasta llegar a Potosí, donde
funcionaba la Casa de Moneda virreinal. Allí se alzaron con 44 alforjas llenas
de plata, que eran los últimos restos del Tesoro de la colonia. Más tarde, en
1810, Pueyrredón levantó una fábrica de pólvora en Córdoba y en 1812 nombró a
Parossien como director. En abril de 1815 esa fábrica explotó y Parossien
regresó a Buenos Aires para unirse luego al Ejército de los Andes, donde fue
uno de los más estrechos colaboradores de San Martín, quien lo nombró consejero
de Estado y brigadier general de Perú en 1821. A la vez, una colosal
confiscación de los bienes del Grupo Peninsular en su conjunto habría de
beneficiar a los primeros "filántropos" de las nacientes milicias
coloniales.
Según el investigador Hugo Raúl Galmarini, "durante los años de mayor
incertidumbre bélica (...) se concentró la presión fiscal en la disposición de
bienes de la propiedad enemiga (...) que rindió, entre 1811 y 1815, 1.270.368,3
pesos..." Pero algunos lograron eludir las confiscaciones. Como recuerda
el propio Galmarini, se dispensó un trato más benévolo a José A. Martínez de
Hoz, a quien se le concedió una moratoria. Sobre los 38.617 pesos que debía al
Fisco, se diseñó un plan de pagos diferidos, debiendo abonar 8.000 pesos al
contado y 3.000 por mes por el resto. El servicio fue justificado porque las
autoridades consideraron a Martínez de Hoz "Hermano Mayor de la
Caridad".
Pese a algunas dádivas excepcionales, el Grupo Peninsular fue desplazado por lo
que podría denominarse el Grupo Sajón. Ex invasores de 1806 o 1807 que se
quedaron en el Plata y otros mercaderes o aventureros de distinta laya se
capitalizaron raudamente tras la Revolución de Mayo.
Durante 1810 y 1811 el principal proveedor de armas fue Inglaterra, y desde
l811 en adelante pasó a ser Estados Unidos. ¿Cómo se pagó la guerra? Abriendo
los mercados criollos a los unos y a los otros.
La azarosa vida del norteamericano David de Forest es un ejemplo interesante.
Audaz, viajero impenitente, traficante de esclavos, había navegado desde China
hasta Cabo Verde y desde allí hasta la Patagonia buscando negocios.
Nombrado cónsul norteamericano en Buenos Aires, ofició como consignatario de
mercadería del norte en este país y operó contra los españoles hasta que el
virrey Cisneros lo deportó. Volvió a Buenos Aires en 1812, y en 1813 su amigo
Juan Larrea lo acercó al corazón del poder durante la época del Directorio
encabezado por Gervasio Antonio Posadas. Su tarea, entre otras, era confiscar
mercancía del grupo hispano peninsular. De lo confiscado recibía una comisión
del 2,5%. Con eso financiaba las tropelías de corsarios ingleses que asaltaban
otras embarcaciones. Los navíos británicos o norteamericanos cambiaron sus
nombres sajones por otros criollos, como "El Tucumán", "El
Mangoré", "El Congreso" o "El Túpac Amaru". Lo
capturado era comercializado y De Forest se quedaba con un 10 por ciento, y con
parte de esa cifra financiaba a la vez la formación de una escuadra naval de
guerra del Río de la Plata.
Los negocios y la guerra se articulaban para expandir los negocios
anglonorteamerica- nos en el Plata. Ya en 1818 operaban en Buenos Aires 55
firmas mercantiles británicas. Como apunta Galmarini, la ruta Cádiz-Buenos
Aires había sido sustituida por la ruta Liverpool-Buenos Aires.
Sin embargo, otra ruta esencial no fue reemplazada jamás. Aquella que vuelve
sobre sí misma, reiterando el cauce del tiempo. Aquella que repite una y otra
vez las mismas travesías argentinas. Aquella ruta circular que enrosca el
sendero del tiempo. Como si fuera una serpiente que se muerde la cola. Una
serpiente que hipnotiza como el pasado que vuelve.
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