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Obras de Mario Vargas Llosa
Estábamos
bebiendo cerveza,
como todos los sábados, cuando en la puerta del "Río Bar" apareció
Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.
- ¿Qué pasa? - preguntó León.
Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.
- Me muero de sed.
Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas
sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas.
Luego bebió de un trago hasta la última gota.
- Justo va a pelear esta noche - dijo, con una voz rara.
Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.
- Me encargó que les avisara - agregó Leonidas. - Quiere que vayan.
Finalmente, Briceño preguntó:
- ¿Cómo fue?
- Se encontraron esta tarde en Catacaos. - Leonidas limpió su frente con la
mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. -
Ya se imaginan lo demás...
- Bueno - dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de
ley. No hay que alterarse tampoco. Justo sabe lo que hace.
- Si - repitió Leonidas, con un aire ido.- Tal vez es mejor que sea así.
Las botellas habían quedado vacías. Corría brisa y, unos momentos antes,
habíamos dejado de escuchar a la banda del cuartel Grau que tocaba en la plaza.
El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las
parejas que habían buscado la penumbra del malecón comenzaban, también, a
abandonar sus escondites. Por la puerta del "Río Bar" pasaba mucha
gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres
que hablaban en voz alta y reían.
- Son casi las nueve - dijo León.- Mejor nos vamos.
Salimos.
- Bueno, muchachos - dijo Leonidas. - Gracias por la cerveza.
- ¿Va a ser en "La Balsa", ¿no? - preguntó Briceño.
- Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.
El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía
en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario, que parecía
custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al
Hotel de Turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar por su lado,
descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era
bonita y parecía divertirse.
- El Cojo lo va a matar - dijo, de pronto, Briceño.
- Cállate - dijo León.
- Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa.
No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el
bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a
mi mujer que llegaba.
- ¿Otra vez a la calle? - dijo ella.
- Sí. Tengo que arreglar un asunto.
El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión que se había
muerto.
- Tienes que levantarte temprano - insistió ella - ¿Te has olvidado que
trabajas los domingos?
- No te preocupes - dije. - Regreso en unos minutos
Caminé de vuelta hacia el "Río Bar" y me senté al mostrador. Pedí una
cerveza y un sándwich, que no terminé: había perdido el apetito. Alguien me
tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.
- ¿Es cierto lo de la pelea?
- Sí. Va ser en la "Balsa". Mejor te callas.
- No necesito que me adviertas - dijo. - Lo supe hace rato. Lo siento por Justo
pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha
paciencia, ya sabemos.
- El Cojo es un asco de hombre.
- Era tu amigo antes... - comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.
Alguien llamó desde la terraza y se alejó, pero a los pocos minutos estaba de
nuevo a mi lado.
- ¿Quieres que yo vaya? - me preguntó.
- No. Con nosotros basta, gracias.
- Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo. - Tomó un
trago de mi cerveza, sin pedirme permiso. - Anoche estuvo aquí el Cojo con su
grupo. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve
rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.
- Hubiera querido verlo al Cojo - dije. - Cuando está furioso su cara es muy
chistosa.
Moisés se río.
- Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho
sin sentir náuseas.
Acabé la cerveza y salí a caminar por el malecón, pero regresé pronto. Desde la
puerta del "Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía
unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello
hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un
niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar
mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra
mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos
decían que había sido un golpe, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas
aseguraba que había nacido en el día de la inundación, y que esa mancha era el
susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).
- Acabo de llegar - dijo. - ¿Qué es de los otros?
- Ya vienen. Deben estar en camino.
Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y
volvió la cabeza.
- ¿Cómo fue lo de esta tarde?
Encogió los hombros e hizo un ademán vago.
- Nos encontramos en el "Carro Hundido". Yo que entraba a tomar un
trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa
el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros
rabiosos. Nos separó el cura.
- ¿Eres muy hombre? - gritó el Cojo.
- Más que tú - gritó Justo.
- Quietos, bestias - decía el cura.
- ¿En "La Balsa" esta noche entonces? - gritó el Cojo.
- Bueno - dijo Justo. - Eso fue todo.
La gente que estaba en el "Río Bar" había disminuido. Quedaban
algunas personas en el mostrador, pero en la terraza sólo estábamos nosotros.
- He traído esto - dije, alcanzándole el pañuelo.
Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su
mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.
- Son iguales - dijo. - Me quedaré con la mía, nomás.
Pidió una cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.
No tengo hora - dijo Justo - Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.
A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León. Saludaron a Justo,
le estrecharon la mano.
- Hermanito - dijo León - Usted lo va a hacer trizas.
- De eso ni hablar - dijo Briceño. - El Cojo no tiene nada que hacer contigo.
Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo
para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso cierta alegría.
- Bajemos por aquí - dijo León - Es más corto.
- No - dijo Justo. - Demos la vuelta. No tengo ganas de quebrarme una pierna,
ahora.
Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cause del río,
descolgándonos por el tejido de hierros que sostiene el puente. Avanzamos una
cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en
silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño
tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se
Hundían, como si andáramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente
el cielo.
- Hay muchas nubes - dijo; - la luna no va a servir de mucho esta noche.
- Haremos fogatas - dijo Justo.
- ¿Estas loco? - dije. - ¿Quieres que venga la policía?
- Se puede arreglar - dijo Briceño sin convicción.-
Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.
Nadie contestó y Briceño no volvió a insistir.
- Ahí está "La Balsa" - dijo León.
En un tiempo, nadie sabía cuándo, había caído sobre el lecho del río un tronco
de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cause.
Era muy pesado y, cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo, sino
arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año, "La Balsa"
se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quién le puso el nombre de
"La Balsa", pero así lo designaban todos.
- Ellos ya están ahí - dijo León.
Nos detuvimos a unos cinco metros de "La Balsa. En el débil resplandor
nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus
siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.
- Anda tú - dijo Justo.
Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una
expresión serena.
- ¡Quieto! - gritó alguien. - ¿Quién es?
- Julián - grité - Julián Huertas. ¿Están ciegos?
A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas.
- Ya nos íbamos - dijo. - Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a
pedir que lo cuidaran.
- Quiero entenderme con un hombre - grité, sin responderle - No con este
muñeco.
- ¿Eres muy valiente? - preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.
- ¡Silencio! - dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se
adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que todos los presentes. En la penumbra,
yo no podía ver; sólo imaginar su rostro acorazado por los granos, el color
aceituna profundo de su piel lampiña, los agujeros diminutos de sus ojos,
hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por
los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando
de su barbilla triangular de iguana. El Cojo rengueaba del pie izquierdo;
decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un
chancho que lo mordió cuando dormía pero nadie se la había visto.
- ¿Por qué has traído a Leonidas? - dijo el Cojo, con voz ronca.
- ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído al Leonidas?
El cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más
allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.
- ¡Qué pasa conmigo! - dijo. Mirando al Cojo fijamente. - No necesito que me
traigan, He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estas buscando
pretextos para no pelear, dijo.
El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé
mi mano al bolsillo trasero.
- No se meta, viejo - dijo el cojo amablemente. - No voy a pelearme con usted.
- No creas que estoy tan viejo - dijo Leonidas. - He revolcado a muchos que
eran mejores que tú.
- Está bien, viejo - dijo el Cojo. - Le creo. - Se dirigió a mí: - ¿Están
listos?
- Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.
El Cojo se rió.
- Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te
preocupes.
Uno de los que estaban detrás del Cojo, se rió también. El Cojo me extendió
algo. Estiré la mano: la hoja de la navaja estaba al aire y yo la había tomado
del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal
parecía un trozo se hielo.
- ¿Tienes fósforos, viejo?
Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que la candela
le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la
navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.
- Está bien - dije.
- Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros. Briceño
estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecerían instantáneamente los rostros
de Justo, impasible, con los labios apretados; de León, que masticaba algo, tal
vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.
- ¿Quién le dijo a usted que viniera? - preguntó Justo, severamente.
- Nadie me dijo. - afirmó Leonidas, en voz alta. - Vine porque quise. ¿Va usted
a tomarme cuentas?
Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, que había quedado un
poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún lugar
del cuerpo de Chunga y éste se encogió.
- Perdón - dije, palpando la arena en busca de la navaja. - Se me escapó. Aquí
está.
Las gracias se te van a quitar pronto - dijo Chunga.
Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la
hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos
hacia "La Balsa". Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el
perfume de los algodonales cercanos, que una brisa cálida arrastraba en
dirección al puente. Detrás de nosotros, a los dos costados del cause, se veían
las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo
quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.
- ¡Listos! - exclamó una voz, del otro lado.
- ¡Listos! - grité yo.
En el bloque de hombres que estaba junto a "La Balsa" hubo movimientos
y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del
terreno que limitábamos los dos grupos. Allí, vi al Cojo tantear el suelo con
los pies; comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista;
León y Briceño habían pasado sus brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió
rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a
alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El Viejo se sacó
una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.
- No te le acerques ni un momento. - El viejo hablaba despacio, con voz
levemente temblorosa. - Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre
todo cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado.
Agáchate, pisa firme... Ya, vaya, pórtese como un hombre...
Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se
limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo de un
tirón y se la envolvió en el brazo. Después se alejó; caminaba sobre la arena a
pasos firmes, con la cabeza levantada. En su Mano derecha, mientras se
distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se
detuvo a dos metros del Cojo.
Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los
ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano
derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la
oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaban a
pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de
dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectados en el aire, no en la
arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando,
comenzaron a moverse. Quizá el primero fue Justo; un segundo antes, inició
sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los
hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus
posturas eran idénticas; el brazo derecho adelante, levemente doblado con el
codo hacia fuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el
brazo izquierdo, envuelto por las mantas, desproporcionado, gigante, cruzado
como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo sus cuerpos se movían,
sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los
dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión,
como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar; dio de pronto un
salto hacia delante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío
del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que
era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno
del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más
intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba
vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección de su adversario, lo perseguía
con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó;
lo vimos caer sobro el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un
segundo, como un muñeco de resortes.
- Ya está - murmuró Briceño. - lo rasgó.
- En el hombro - dijo Leonidas. - Pero apenas.
Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza,
mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se
acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia,
ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil tentando y rehuyendo a su contendor
como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y
recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo
a detenerse y a seguirlo. Este lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza
avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo
huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas.
Justo estiró dos veces el brazo, y las dos halló sólo el vacío. "No te
acerques tanto". Dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo
podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había
empequeñecido, replegándose sobre sí mismo como una oruga, recobraba
brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la
vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la
figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve,
el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante
después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y
esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los
luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo; movía su pie derecho y arrastraba
el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra
y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos,
cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo.
"¡Sal de ahí!", dijo Leonidas muy despacio. "¿Por qué demonios
peleas tan cerca?". Misteriosamente, como si la ligera brisa le hubiera
llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo.
Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la
defensa con la velocidad de los relámpagos, pero los amagos no sorprendían a
ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una
piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un
instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando
el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los
ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos; el Cojo,
transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados, llameantes
tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho
de su boca agitadas, con un temblor inverosímil; y Justo con su máscara
habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de
exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse
alocado, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciendo su
rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia elevaron
su cuerpo, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo,
lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió
sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se
inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la
brillante hoja que perseguimos alucinados, supimos que el gesto de locura de
Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía
se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los
combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron
abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era
quién, sin saber de que brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos
rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando
hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas
desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o
vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.
Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando
tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió,
cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible; los dos salieron
despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma
violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. "Hay que pararlos,
dijo la voz de León. Ya basta". Pero antes que intentáramos movernos, el
Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la
embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena,
revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos.
Esta vez la lucha fue breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en el lecho
del río, como durmiendo. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizá adivinando
mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído,
cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.
En el forcejeo, habían perdido hasta las mantas, que reposaban un poco más
allá, semejando una piedra de muchos vértices. "Vamos", dijo León.
Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se
incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y
cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una
visión horrible. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se
tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos entonces, una voz
que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esta vez si nos hubiera
tomado de sorpresa en las tinieblas.
- ¡Julián! - grito el Cojo. - ¡Dile que se rinda!
Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León:
observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente
unidos. Azuzado por las palabras del Cojo. Justo, sin duda, apartó su brazo del
rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre el
enemigo extrayendo las últimas fuerzas desde su amargura de vencido. El Cojo se
libró fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás: -
¡Don Leonidas! - gritó de nuevo con acento furioso e implorante. - ¡Dígale que
se rinda!
- ¡Calla y pelea! - bramó Leonidas, sin vacilar.
Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas,
que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había
nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la
piel aceitunada del Cojo. Con la angustia que nacía de lo más hondo, subía
hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándose, los vimos forcejear
en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez
más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco. Cuando llegamos
donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos,
comenzaron a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que
una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano
exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a
ratos en el cuerpo flácido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se
quitaron sus sacos lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de
los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y
con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo
cargamos al hombro en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los
pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos
llevaría a la ciudad. - No llore, viejo - dijo León. - No he conocido a nadie
tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras.
Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.
A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté.
- ¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?
- Sí - dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le
decía.
Mario Vargas Llosa
El Sueño de Pluto
"El sueño de Pluto" es un fragmento de "Los Cuadernos de Don Rigoberto"
En la soledad de su estudio,
despabilado por el frío amanecer, don Rigoberto se repitió de memoria la frase
de Borges con la que acababa de toparse: . Pocas páginas después de la cita
borgiana, la carta compareció ante él, indemne a los años corrosivos:
Querida Lucrecia:
Leyendo estas líneas te llevarás la sorpresa de tu vida y, acaso, me despreciarás.
Pero, no importa. Aun si hubiera una sola posibilidad de que aceptaras mi
propuesta contra un millón de que la rechaces, me lanzaría a la piscina. Te
resumo lo que necesitaría horas de conversación, acompañada de inflexiones de
voz y gesticulaciones persuasivas.
Desde que (por las calabazas que me diste) partí del Perú, he trabajado en
Estados Unidos, con bastante éxito. En diez años he llegado a gerente y socio
minoritario de esta fábrica de conductores eléctricos, bien implantada en el
Estado de Massachusetts. Como ingeniero y empresario he conseguido abrirme
camino en esta mi segunda patria, pues desde hace cuatro años soy ciudadano
estadounidense.
Para que lo sepas, acabo de renunciar a esta gerencia y estoy vendiendo mis
acciones en la fábrica, por lo que espero obtener un beneficio de seiscientos
mil dólares, con suerte algo más. Lo hago porque me han ofrecido la rectoría
del TIM (Technological Institute of Mississippi), el college donde estudié y
con el que he mantenido siempre contacto. La tercera parte del estudiantado es
ahora hispanic (latinoamericana). Mi salario será la mitad de lo que gano aquí.
No me importa. Me ilusiona dedicarme a la formación de estos jóvenes de las dos
Américas que construirán el siglo XXI. Siempre soñé con entregar mi vida a la
Universidad y es lo que hubiera hecho de quedarme en el Perú, es decir, si te
hubieras casado conmigo.
A qué viene todo esto?, te estarás preguntando, Por qué resucita Modesto,
después de diez años, para contarme semejante historia?. Llego, queridísima
Lucrecia.
He decidido, entre mi partida de Boston y mi llegada a Oxford, Mississippi,
gastarme en una semana de vacaciones cien mil de los seiscientos mil dólares
ahorrados. Vacaciones, dicho sea de paso, nunca he tomado y no tomaré tampoco
en el futuro, porque, como recordarás, lo que me ha gustado siempre es
trabajar. Mi job sigue siendo mi mejor diversión. Pero, si mis planes salen
como confío, esta semana será algo fuera de lo común. No la convencional
vacación de crucero en el Caribe o playas con palmeras y tablistas en Hawai.
Algo muy personal e irrepetible: la materialización de un antiguo sueño. Allí
entras tú en la historia, por la puerta grande. Ya sé que estás casada con un
honorable caballero limeño, viudo y gerente de una compañía de seguros. Yo lo
estoy también, con una gringuita de Boston, médica de profesión, y soy feliz,
en la modesta medida en que el matrimonio permite serlo. No te propongo que te
divorcies y cambies de vida, nada de eso. Sólo, que compartas conmigo esta semana
ideal, acariciada en mi mente a lo largo de muchos años y que las
circunstancias me permiten hacer realidad. No te arrepentirás de vivir conmigo
estos siete días de ilusión y los recordarás el resto de tu vida con nostalgia.
Te lo prometo.
Nos encontraremos el sábado 17 en el aeropuerto Kennedy, de New York, tú
procedente de Lima en el vuelo de Lufthansa, y yo de Boston. Una limousine nos
llevará a la suite del Plaza Hotel, ya reservada, con, incluso, indicación de
las flores que deben perfumarla. Tendrás tiempo para descansar, ir a la
peluquería, tomar un sauna o hacer compras en la Quinta Avenida, literalmente a
tus pies. Esa noche tenemos localidades en el Metropolitan para ver la Tosca de
Puccini, con Luciano Pavarotti de Mario Cavaradossi y la Orquesta Sinfónica del
Metropolitan dirigida por el maestro Edouardo Muller. Cenaremos en Le Cirque,
donde, con suerte, podrás codearte con Mick Jagger, Henry Kissinger o Sharon
Stone. Terminaremos la velada en el bullicio de Regine`s.
El Concorde a París sale el domingo a mediodía, no habrá necesidad de madrugar.
Como el vuelo dura apenas tres horas y media -inadvertidas, por lo visto,
gracias a las exquisiteces del almuerzo recetado por Paul Bocusse- llegaremos a
la Ciudad Luz de día. Apenas instalados en el Ritz (vista a la Place Vendôme
garantizada) habrá tiempo para un paseo por los puentes del Sena, aprovechando
las tibias noches de principios de otoño, las mejores según los entendidos,
siempre que no llueva. (He fracasado en mis esfuerzos por averiguar las
perspectivas de precipitación fluvial parisina ese domingo y ese lunes, pues,
la NASA, vale decir la ciencia meteorológica, sólo prevé los caprichos del
cielo con cuatro días de anticipación.) No he estado nunca en París y espero
que tú tampoco, de modo que, en esa caminata vespertina desde el Ritz hasta
Saint-Germain, descubramos juntos lo que, por lo visto, es un itinerario
atónito. En la orilla izquierda (el Miraflores parisino, para entendernos) nos
aguarda, en la abadía de Saint-Germain des Prés, el inconcluso Réquiem de
Mozart y una cena Chez Lipp, brasserie alsaciana donde es obligatoria la
choucroute (no sé lo que es, pero, si no tiene ajo, me gustará). He supuesto
que, terminada la cena, querrás descansar para emprender, fresquita, la intensa
jornada del lunes, de modo que esa noche no atollan el programa discoteca, bar,
boîte ni antro del amanecer. A la mañana siguiente pasaremos por el Louvre a
presentar nuestros respetos a la Gioconda, almorzaremos ligero en La Closerie
de Lilas o La Coupole (reverenciados restaurantes snobs de Montparnasse), en la
tarde nos daremos un baño de vanguardia en el Centre Pompidou y echaremos una
ojeada al Marais, famoso por sus palacios del siglo XVIII y sus maricas
contemporáneos. Tomaremos té en La marquise de Sévigné, de La Madelaine, antes
de ir a reparar fuerzas con una ducha en el Hotel. El programa de la noche es
francamente frívolo: aperitivo en el Bar del Ritz, cena en el decorado
modernista de Maxim`s y fin de fiesta en la catedral del striptease: el Crazy Horse
Saloon, que estrena su nueva revista Qué calor!. (Las entradas están
adquiridas, las mesas reservadas y maîtres y porteros sobornados para asegurar
los mejores sitios, mesas y atención.) Una limousine, menos espectacular pero
más refinada que la de New York, con chofer y guía, nos llevará la mañana del
martes a Versalles, a conocer el palacio y los jardines del Rey Sol. Comeremos
algo típico (bistec con papas fritas, me temo) en un bistrot del camino, y,
antes de la opera (Otelo, de Verdi, con Plácido Domingo, por supuesto) tendrás
tiempo para compras en el Faubourg Saint-Honoré, vecino del Hotel. Haremos un
simulacro de cena, por razones meramente visuales y sociológicas, en el mismo
Ritz, donde -expertos dixit- la suntuosidad del marco y la finura del servicio
compensan lo inimaginativo del menú. La verdadera cena la tendremos después de
la ópera, en La Tour d`Argent, desde cuyas ventanas nos despediremos de las
torres de Notre Dame y de las luces de los puentes reflejadas en las
discursivas aguas del Sena.
El Orient Express a Venecia sale el miércoles al mediodía, de la gare Saint
Lazare. Viajando y descansando pasaremos ese día y la noche siguiente, pero,
según quienes han protagonizado dicha aventura ferrocarrilera, recorrer en esos
camarotes belle époque la geografía de Francia, Alemania, Austria, Suiza e
Italia, es relajante y propedéutico, excita sin fatigar, entusiasma sin
enloquecer y divierte hasta por razones de arqueología, debido al gusto con que
ha sido resucitada la elegancia de los camarotes, aseos, bares y comedores de
ese mítico tren, escenario de tantas novelas y películas de la entreguerra.
Llevaré conmigo la novela de Agatha Christie, Muerte en el Orient Express, en
versión inglesa y española, por si se te antoja echarle una ojeada en los
escenarios de la acción. Según el prospecto, para la cena aux chandelles de esa
noche, la etiqueta y los largos escotes son de rigor.
La suite del Hotel Cipriani, en la isla de la Giudecca, tiene vista sobre el
Gran Canal, la Plaza de San Marco y las bizantinas y embarazadas torres de su
iglesia. He contratado una góndola y al que la agencia considera el guía más
preparado (y el único amable) de la ciudad lacustre, para que en la mañana y
tarde del jueves nos familiarice con las iglesias, plazas, conventos, puentes y
museos, con un corto intervalo al mediodía para un tentempié -una pizza, por
ejemplo- rodeados de palomas y turistas, en la terraza del Florian. Tomaremos
el aperitivo -una pócima inevitable llamada Bellini- en el Hotel Danielli y
cenaremos en el Harry`s Bar, inmortalizado por una pésima novela de Hemingway.
El viernes continuaremos la maratón con una visita a la playa del Lido y una
excursión a Murano, donde todavía se modela el vidrio a soplidos humanos
(técnica que rescata la tradición y robustece los pulmones de los nativos).
Habrá tiempo para souvenirs y echar una mirada furtiva a una villa de Palladio.
En la noche, concierto en la islita de San Giorgio -I Musici Veneti- con piezas
dedicadas a barrocos venecianos, claro: Vivaldi, Cimarosa y Albinoni. La cena
será en la terraza del Danielli, divisando, noche sin nubes mediante, como
(resumo guías) los faroles de Venecia. Nos despediremos de la ciudad y del
Viejo Continente, querida Lucre, siempre que el cuerpo lo permita, rodeados de modernidad,
en la discoteca Il gatto nero, que imanta a viejos, maduros y jóvenes adictos
al jazz (yo no le he sido nunca y tú tampoco, pero uno de los requisitos de
esta semana ideal es hacer lo nunca hecho, sometidos a las servidumbres de la
mundanidad).
A la mañana siguiente -séptimo día, la palabra fin ya en el horizonte- habrá
que madrugar. El avión a París sale a las diez, para alcanzar el Concorde a New
York. Sobre el Atlántico, cotejaremos las imágenes y sensaciones almacenadas en
la memoria a fin de elegir las más dignas de durar.
Nos despediremos en el Kennedy Airport (tu vuelo a Lima y el mío a Boston son
casi simultáneos) para, sin duda, no vernos más. Dudo que nuestros destinos
vuelvan a cruzarse. Yo no regresaré al Perú y no creo que tú recales jamás en
el perdido rincón del Deep South, que, a partir de octubre podrá jactarse de
tener el único Rector hispanic de este país (los dos mil quinientos restantes
son gringos, africanos o asiáticos).
¿Vendrás? Tu pasaje te espera en las oficinas limeñas de Lufthansa. No
necesitas contestarme. Yo estaré de todos modos el sábado 17 en el lugar de la
cita. Tu presencia o ausencia será la respuesta. Si no vienes, cumpliré con el
programa, solo, fantaseando que estás conmigo, haciendo real ese capricho con el
que me he consolado estos años, pensando en una mujer que, pese a las calabazas
que cambiaron mi existencia, seguirá siendo siempre el corazón de mi memoria.
¿Necesito precisarte que ésta es una invitación a que me honres con tu compañía
y que ella no implica otra obligación que acompañarme? De ningún modo te pido
que, en esos días del viaje -no sé de qué eufemismo valerme para decirlo-
compartas mi lecho. Queridísima Lucrecia: sólo aspiro a que compartas mi sueño.
Las suites reservadas en New York, París y Venecia tienen cuartos separados con
llaves y cerrojos, a los que, si lo exigen tus escrúpulos, puedo añadir
puñales, hachas, revólveres y hasta guardaespaldas. Pero, sabes que nada de eso
hará falta, y que, en esa semana, el buen Modesto, el manso Pluto como me
apodaban en el barrio, será tan respetuoso contigo como hace años, en Lima,
cuando trataba de convencerte de que te casaras conmigo y apenas si me atrevía
a tocarte la mano en la oscuridad de los cinemas.
Hasta el aeropuerto de Kennedy o hasta nunca, Lucre, Modesto (Pluto)
Don Rigoberto se sintió atacado por la fiebre y el temblor de las tercianas.
¿Qué respondería Lucrecia? ¿Rechazaría indignada la carta de ese resucitado?
¿Sucumbiría a la frívola tentación? En la lechosa madrugada, le pareció que sus
cuadernos esperaban el desenlace con la misma impaciencia que su atormentado
espíritu.
Mario Vargas Llosa
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