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Obras de Luisa Valenzuela
La verdá, la verdá, me plantó la mano en el culo y yo estaba ya a punto de pegarle cuatro gritos cuando el colectivo pasó frente a una iglesia y lo vi persignarse. Buen muchacho después de todo, me dije. Quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha ignore lo que su izquierda hace o. Traté de correrme al interior del coche porque una cosa es justificar y otra muy distinta es dejarse manosear pero cada vez subían más pasajeros y no había forma. Mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me acaricie. Yo me movía nerviosa. El también. Pasamos frente a una iglesia pero ni se dió cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor. Yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada, no fuera a creer que me estaba gustando. Imposible correrme y eso que me sacudía. Decidí entonces tomarme la revancha y a mi vez le planté la mano en el culo a él. Pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su lado a empujones. Los que bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así de golpe porque en su billetera sólo había 7.400 pesos de los viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas. Parecía cariñoso. y muy desprendido
Sonaron
tres timbrazos cortos y uno largo. Era la señal, y me levanté con disgusto y
con un poco de miedo; podían ser ellos o no ser, podría tratarse de una trampa,
a estas malditas horas de la noche. Abrí la puerta esperando cualquier cosa menos
encontrarme cara a cara nada menos que con él, finalmente.
Entró bien rápido y echó los cerrojos antes de abrazarme. Una
actitud muy de él, él el prudente, el que antes que nada cuidaba su retaguardia
-la nuestra-. Después me tomó en sus brazos sin decir una palabra, sin siquiera
apretarme demasiado pero dejando que toda la emoción del reencuentro se le
desbordara, diciéndome tantas cosas con el simple hecho de tenerme apretada
entre sus brazos y de irme besando lentamente. Creo que nunca les había tenido
demasiada confianza a las palabras y allí estaba tan silencioso como siempre,
transmitiéndome cosas en formas de caricias.
Y por fin un respiro, un apartarnos algo para mirarnos de
cuerpo entero y no ojo contra ojo, desdoblados. Y pude decirle Hola casi sin
sorpresa a pesar de todos esos meses sin saber nada de él, y pude decirle
te hacía peleando en el norte
te hacía preso
te hacía en la clandestinidad
te hacía torturado y muerto
te hacía teorizando revolución en otro país.
Una forma como cualquiera de decirle que lo hacía, que no
había dejado de pensar en él ni me había sentido traicionada. Y él, tan
endemoniadamente precavido siempre, tan señor de sus actos:
-Callate, chiquita ¿de qué sirve saber en qué anduve? Ni
siquiera te conviene.
Sacó entonces a relucir sus tesoros, unos quizás indicios que
yo no supe interpretar en ese momento. A saber, una botella de cachaa y un
disco de Gal Costa. ¿Qué habría estado haciendo en Brasil? ¿Cuáles serían los
próximos proyectos? ¿Qué lo habría traído de vuelta a jugarse la vida sabiendo
que lo estaban buscando? Después dejé de interrogarme (callate, chiquita, me
diría él). Vení, chiquita, me estaba diciendo, y yo opté por dejarme sumergir
en la felicidad de haberlo recuperado, tratando de no inquietarme. ¿Qué sería
de nosotros mañana, en los días siguientes?
La cachaa es un buen trago, baja y sube y recorre los
caminos que debe recorrer y se aloja para dar calor donde más se la espera. Gal
Costa canta cálido, con su voz nos envuelve y nos acuna y un poquito bailando y
un poquito flotando llegamos a la cama y ya acostados nos seguimos mirando muy
adentro, seguimos acariciándonos sin decidirnos tan pronto a abandonarnos a la
pura sensación. Seguimos reconociéndonos, reencontrándonos.
Beto, lo miro y le digo y sé que ése no es su verdadero
nombre pero es el único que le puedo pronunciar en voz alta. El contesta:
-Un día lo lograremos, chiquita. Ahora prefiero no hablar.
Mejor. Que no se ponga él a hablar de lo que algún día
lograremos y rompa la maravilla de lo que estamos a punto de lograr ahora,
nosotros dos, solitos.
"A noite eu so teu cavallo" canta de golpe Gal
Costa desde el tocadiscos.
-De noche soy tu caballo -traduzco despacito. Y como para
envolverlo en magias y no dejarlo pensar en lo otro:
-Es un canto de santo, como en la macumba. Una persona en
trance dice que es el caballo del espíritu que la posee, es su montura.
-Chiquita, vos siempre metiéndote en esoterismos y brujerías.
Sabés muy bien que no se trata de espíritus, que si de noche sos mi caballo es
porque yo te monto, así, así, y sólo de eso se trata.
Fue tan lento, profundo, reiterado, tan cargado de afecto que
acabamos agotados. Me dormí teniéndolo a él todavía encima.
De noche soy tu caballo...
...
campanilla de mierda del teléfono que me fue extrayendo por oleadas de un pozo
muy denso. Con gran esfuerzo para despertarme fui a atender pensando que podría
ser Beto, claro, que no estaba más a mi lado, claro, siguiendo su inveterada
costumbre de escaparse mientras duermo y sin dar su paradero. Para protegerme,
dice.
Desde la otra punta del hilo una voz que pensé podría ser la
de Andrés -del que llamamos Andrés- empezó a decirme:
-Lo encontraron a Beto, muerto. Flotando en el río cerca de
la otra orilla. Parece que lo tiraron vivo desde un helicóptero. Está muy
hinchado y descompuesto después de seis días en el agua, pero casi seguro es
él.
-No, no puede ser Beto! -grité con imprudencia. Y de golpe
esa voz como de Andrés se me hizo tan impersonal, ajena:
-¿Te parece?
-¿Quién habla? -se me ocurrió preguntar sólo entonces. Pero
en ese momento colgaron.
¿Diez, quince minutos? ¿Cuánto tiempo me habré quedado
mirando el teléfono como estúpida hasta que cayó la policía? No me la esperaba
pero claro, sí, ¿cómo podía no esperármela? Las manos de ellos toqueteándome,
sus voces insultándome, amenazándome, la casa registrada, dada vuelta. Pero yo
ya sabía ¿qué me importaba entonces que se pusieran a romper lo rompible y a
desmantelar placares?
No encontrarían nada. Mi única, verdadera posesión era un
sueño y a uno no se lo despoja así nomás de un sueño. Mi sueño de la noche
anterior en el que Beto estaba allí conmigo y nos amábamos. Lo había soñado,
soñado todo, estaba profundamente convencida de haberlo soñado con lujo de
detalles y hasta en colores. Y los sueños no conciernen a la cana.
Ellos quieren realidades, quieren hechos fehacientes de esos
que yo no tengo ni para empezar a darles.
Dónde está, vos lo viste, estuvo acá con vos, dónde se metió.
Cantá, si no te va a pesar. Cantá, miserable, sabemos que vino a verte, dónde
anda, cuál es su aguantadero. Está en la ciudad, vos lo viste, confesá, cantá,
sabemos que vino a buscarte.
Hace meses que no sé nada de él, lo perdí, me abandonó, no sé
nada de él desde hace meses, se me escapó, se metió bajo tierra, qué sé yo, se
fue con otra, está en otro país, qué sé yo, me abandonó, lo odio, no sé nada.
(Y quémenme nomás con cigarrillos, y patéenme todo lo que quieran, y amenacen,
nomás, y métanme un ratón para que me coma por dentro, y arránquenme las uñas y
hagan lo que quieran. ¿Voy a inventar por eso? ¿Voy a decirles que estuvo acá
cuando hace mil años que se me fue para siempre?).
No voy a andar contándoles mis sueños, ¿eso qué importa? Al
llamado Beto hace más de seis meses que no lo veo, y yo lo amaba. Desapareció,
el hombre. Sólo me encuentro con él en sueños y son muy malos sueños que suelen
transformarse en pesadillas.
Beto, ya lo sabés, Beto, si es cierto que te han matado o donde andes, de noche soy tu caballo y podés venir a visitarme cuando quieras aunque yo esté entre rejas. Beto, en la cárcel sé muy bien que te soñé aquella noche, sólo fue un sueño. Y si ustedes encuentran en mi casa un disco de Gal Costa y una botella de cachaa casi vacía, por favor no se preocupen: decreté que no existen.
Invasión
de mendigos pero queda un consuelo: a ninguno les faltan zapatos, zapatos
sobran. Eso sí, en ciertas oportunidades hay que quitárselo a alguna pierna descuartizada
que se encuentra entre los matorrales y sólo sirve para calzar a un rengo. Pero
esto no ocurre a menudo, en general se encuentra el cadáver completito con los
dos zapatos intactos. En cambio las ropas sí están inutilizadas. Suelen
presentar orificios de bala y manchas de sangre, o han sido desgarradas a
latigazos, o la picana eléctrica les ha dejado unas quemaduras muy feas y
difíciles de ocultar. Por eso no contamos con la ropa, pero los zapatos vienen
chiche. Y en general se trata de buenos zapatos que han sufrido poco uso porque
a sus propietarios no se les deja llegar demasiado lejos en la vida. Apenas
asoman la cabeza, apenas piensan (y el pensar no deteriora los zapatos) ya está
todo cantado y les basta con dar unos pocos pasos para que ellos les tronchen
la carrera.
Es decir que zapatos encontramos, y como no siempre son del
número que se necesita, hemos instalado en un baldío del Bajo un puestito de
canje. Cobramos muy contados pesos por el servicio: a un mendigo no se le puede
pedir mucho pero sí que contribuya a pagar la yerba mate y algún bizcochito de
grasa. Sólo ganamos dinero de verdad cuando por fin se logra alguna venta. A
veces los familiares de los muertos, enterados vaya uno a saber cómo de nuestra
existencia, se llegan hasta nosotros para rogarnos que les vendamos los zapatos
del finado si es que los tenemos. Los zapatos son lo único que pueden enterrar,
los pobres, porque claro, jamás les permitirán llevarse el cuerpo. Es realmente
lamentable que un buen par de zapatos salga de circulación, pero de algo
tenemos que vivir también nosotros y además no podemos negarnos a una obra de
bien. El nuestro es un verdadero apostolado y así lo entiende la policía que
nunca nos molesta mientras merodeamos por baldíos, zanjones, descampados,
bosquecitos y demás rincones donde se puede ocultar algún cadáver. Bien sabe la
policía que es gracias a nosotros que esta ciudad puede jactarse de ser la de
los mendigos mejores calzados del mundo.
Me
dijeron:
en este salón te tenés que sentar cerca del mostrador, a la
izquierda, no lejos de la caja registradora; tomate un vinito, no pidás algo
más fuerte porque no se estila en las mujeres, no tomés cerveza porque la
cerveza da ganas de hacer pis y el pis no es cosa de damas, se sabe del muchacho
de este barrio que abandonó a su novia al verla salir del baño: yo creí que
ella era puro espíritu, un hada, parece que alegó el muchacho. La novia quedó
para vestir santos, frase que en este barrio todavía tiene connotaciones de
soledad y soltería, algo muy mal visto. En la mujer, se entiende. Me dijeron.
Yo ando sola y el resto de la semana no me importa pero los
sábados me gusta estar acompañada y que me aprieten fuerte. Por eso bailo el
tango.
Aprendí con gran dedicación y esfuerzo, con zapatos de taco
alto y pollera ajustada, de tajo. Ahora hasta ando con los clásicos elásticos
en la cartera, el equivalente a llevar siempre conmigo la raqueta si fuera
tenista, pero menos molesto. Llevo los elásticos en la cartera y a veces en la
cola de un banco o frente a la ventanilla cuando me hacen esperar por algún
trámite los acaricio, al descuido, sin pensarlo, y quizá, no sé, me consuelo
con la idea de que en ese mismo momento podría estar bailando el tango en vez
de esperar que un empleaducho desconsiderado se digne atenderme.
Sé que en algún lugar de la ciudad, cualquiera sea la hora,
habrá un salón donde se esté bailando en la penumbra. Allí no puede saberse si
es de noche o de día, a nadie le importa si es de noche o de día, y los
elásticos sirven para sostener alrededor del empeine los zapatos de calle,
estirados como están de tanto trajinar en busca de trabajo.
El sábado por la noche una busca cualquier cosa menos
trabajo. Y sentada a una mesa cerca del mostrador, como me recomendaron,
espero. En este salón el sitio clave es el mostrador, me insistieron, así
pueden ficharte los hombres que pasan hacia el baño. Ellos sí pueden permitirse
el lujo. Empujan la puerta vaivén con toda la carga a cuestas, una ráfaga
amoniacal nos golpea, y vuelven a salir aligerados dispuestos a retomar la
danza.
Ahora sé cuándo me toca a mí bailar con uno de ellos. Y con
cuál. Detecto ese muy leve movimiento de cabeza que me indica que soy la
elegida, reconozco la invitación y cuando quiero aceptarla sonrío muy quietamente.
Es decir que acepto y no me muevo; él vendrá hacia mí, me tenderá la mano, nos
pararemos enfrentados al borde de la pista y dejaremos que se tense el hilo,
que el bandoneón crezca hasta que ya estemos a punto de estallar y entonces, en
algún insospechado acorde, él me pondrá el brazo alrededor de la cintura y
zarparemos.
Con las velas infladas bogamos a pleno viento si es milonga,
al tango lo escoramos. Y los pies no se nos enredan porque él es sabio en
señalarme las maniobras tecleteando mi espalda. Hay algún corte nuevo, figuras
que desconozco e improviso y a veces hasta salgo airosa. Dejo volar un pie, me
escoro a estribor, no separo las piernas más de lo estrictamente necesario, él
pone los pies con elegancia y yo lo sigo. A veces me detengo, cuando con el
dedo medio él me hace una leve presión en la columna. Pongo la mujer en punto
muerto, me decía el maestro y una debía quedar congelada en medio del paso para
que él pudiera hacer sus firuletes.
Lo aprendí de veras, lo mamé a fondo como quien dice. Todo un
ponerse, por parte de los hombres, que alude a otra cosa. Eso es el tango. Y es
tan bello que se acaba aceptando.
Me llamo Sandra pero en estos lugares me gusta que me digan
Sonia, como para perdurar más allá de la vigilia. Pocos son sin embargo los que
acá preguntan o dan nombres, pocos hablan. Algunos eso sí se sonríen para sus
adentros, escuchando esa música interior a la que están bailando y que no
siempre está hecha de nostalgia. Nosotras también reímos, sonreímos. Yo río
cuando me sacan a bailar seguido (y permanecemos callados y a veces sonrientes
en medio de la pista esperando la próxima entrega), río porque esta música de
tango rezuma del piso y se nos cuela por la planta de los pies y nos vibra y
nos arrastra.
Lo amo. Al tango. Y por ende a quien, transmitiéndome con los
dedos las claves del movimiento, me baila.
No me importa caminar las treintipico de cuadras de vuelta
hasta mi casa. Algunos sábados hasta me gasto en la milonga la plata del
colectivo y no me importa. Algunos sábados un sonido de trompetas digamos
celestiales traspasa los bandoneones y yo me elevo. Vuelo. Algunos sábados
estoy en mis zapatos sin necesidad de elásticos, por puro derecho propio. Vale
la pena. El resto de la semana transcurre banalmente y escucho los idiotas
piropos callejeros, esas frases directas tan mezquinas si se las compara con la
lateralidad del tango.
Entonces yo, en el aquí y ahora, casi pegada al mostrador
para dominar la escena, me fijo un poco detenidamente en algún galán maduro y
le sonrío. Son los que mejor bailan. A ver cuál se decide. El cabeceo me llega
de aquel que está a la izquierda, un poco escondido detrás de la columna. Un
tan delicado cabeceo que es como si estuviera apenas, levemente, poniéndole la
oreja al propio hombro, escuchándolo. Me gusta. El hombre me gusta. Le sonrío
con franqueza y sólo entonces él se pone de pie y se acerca. No se puede pedir
un exceso de arrojo. Ninguno aquí presente arriesgaría el rechazo cara a cara,
ninguno está dispuesto a volver a su asiento despechado, bajo la mirada burlona
de los otros. Éste sabe que me tiene y se me va arrimando, al tranco, y ya no
me gusta tanto de cerca, con sus años y con esa displicencia.
La ética imperante no me permite hacerme la desentendida. Me
pongo de pie, él me conduce a un ángulo de la pista un poco retirado y ahí me
habla! Y no como aquél, tiempo atrás, que sólo habló para disculparse de no
volver a dirigirme la palabra, porque yo acá vengo a bailar y no a dar charla,
me dijo, y fue la última vez que abrió la boca. No. Éste me hace un comentario
general, es conmovedor. Me dice vio doña, cómo está la crisis, y yo digo que
sí, que vi, la pucha que vi aunque no lo digo con estas palabras, me hago la
fina, la Sonia: Sí señor, qué espanto, digo, pero él no me deja elaborar la
idea porque ya me está agarrando fuerte para salir a bailar al siguiente
compás. Éste no me va a dejar ahogar, me consuelo, entregada, enmudecida.
Resulta un tango de la pura concentración, del entendimiento
cósmico. Puedo hacer los ganchos como le vi hacer a la del vestido de crochet,
la gordita que disfruta tanto, la que revolea tan bien sus bien torneadas
pantorrillas que una olvida todo el resto de su opulenta anatomía. Bailo
pensando en la gorda, en su vestido de crochet verdecolor esperanza, dicen ,
en su satisfacción al bailar, réplica o quizá reflejo de la satisfacción que
habrá sentido al tejer; un vestido vasto para su vasto cuerpo y la felicidad de
soñar con el momento en que ha de lucirlo, bailando. Yo no tejo, ni bailo tan
bien como la gorda, aunque en este momento sí porque se dio el milagro.
Y cuando la pieza acaba y mi compañero me vuelve a comentar
cómo está la crisis, yo lo escucho con unción, no contesto, le dejo espacio
para añadir
¿Y vio el precio al que se fue el telo? Yo soy viudo y vivo
con mis dos hijos. Antes podía pagarle a una dama el restaurante, y llevarla
después al hotel. Ahora sólo puedo preguntarle a la dama si posee departamento,
y en zona céntrica. Porque a mí para un pollito y una botella de vino me
alcanza.
Me acuerdo de esos pies que volaron los míos, de esas
filigranas. Pienso en la gorda tan feliz con su hombre feliz, hasta se me
despierta una sincera vocación por el tejido.
Departamento no tengoexplicopero tengo pieza en una pensión
muy bien ubicada, limpia. Y tengo platos, cubiertos, y dos copas verdes de
cristal, de esas bien altas.
¿Verdes? Son para vino blanco. Blanco, sí. Lo siento, pero yo al vino blanco
no se lo toco.
Y sin hacer ni una vuelta más, nos separamos.
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