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Obras de Jorge Luis Borges
EMMA ZUNZ
El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica
de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada
en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera
vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez
líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había
ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del
corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba
la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía
a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y
en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego,
quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad
era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el
mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto.
Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los
hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que
sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó
veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su
madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges
de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos
con el suelto sobre el desfalco del cajero, recordó (pero eso jamás lo
olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era
Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora
uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había
revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana
incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el
ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo
un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la
ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma
se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el
trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se
inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que
festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la
menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde.
Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría
diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico...
De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se
acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince,
la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el
singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que
imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó
en La Prensa que el Nordstjrnan, de Malm, zarparía esa noche del dique 3;
llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo
supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al
oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro
hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa
y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de
almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que
la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin
duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó
y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills,
donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía
haberla visto; la empezó a leer y la rompió.
Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá
improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que
parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una
acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve
caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por
Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en
el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y
desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al
principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres
bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del
Nordstjrnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó
por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no
fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán
y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una
vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un
pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del
tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del
porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a
su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil
asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés,
no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él,
pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma
no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había
dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta.
Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo
hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza
de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma
lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores
vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo
advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió,
conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara.
Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo
acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y
opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles
de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a
concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un
avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado
arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y
en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con
decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - una Gauss, que le
trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo
bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy
religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar
bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de
quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el
informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio
sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios
de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la
sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver,
forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida
estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia
humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería
ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte
de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de venga.
EL ALEPH
JORGE LUIS BORGES
O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King
of infinite space.
Hamlet, II, 2.
But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time,
a Nuncstans (as the Schools call it); which neither they, nor any else
understand, no more than they would a Hicstans for a infinite greatnesse of
Place.
Leviathan, IV, 46
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón... No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. "Es el Príncipe de los poetas en Francia", repetía con fatuidad. "En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas."
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno
- Lo evoco - dijo con una admiración algo inexplicable - en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines...
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.
Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.
Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera bre- ve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.
He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es... autour de ma chambre.
Estrofa a todas luces interesante - dictaminó -. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero - ¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? - consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite sin pedantismo!acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos e apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano...Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera la juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema (1 ).
Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa (2):
Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta - ¿Color? Blanquiceleste -
Que da al corral de ovejas catadura de osario.
- Dos audacias - gritó con exultación - rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito!
Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en
passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas,
tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás
a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo se aburre una
osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará
más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de
muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el
lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la
satisface... al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste?
El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del
paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las
tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en
lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.
Hacia la medianoche me despedí.
Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, "para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri - los propietarios de mi casa, recordarás - inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer". Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el "salón-bar", inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:
- Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.
Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal... Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, "que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro". Acto continuo censuró la prologomanía, "de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios". Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, "porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad". Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió - salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.
-La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! - repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.
No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.
- Está en el sótano del comedor - explicó, aligerada su dicción por la angustia -. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.
-El Aleph! - repetí.
-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.
Traté de razonar.
-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
-Iré a verlo inmediatamente.
Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás... Beatriz(yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
- Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.
- Una copita del seudo coñac - ordenó - y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indis-pensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!
Ya en el comedor, agregó:
- Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio... Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.
- La almohada es humildosa - explicó - , pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.
Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman - dijo una voz aborrecida y jovial - . Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. Qué observatorio formidable, che Borges!
Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:
-Formidable. Sí, formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
-¿La viste todo bien, en colores?
En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo,
me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa
capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver.
Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.
Postdata del 1 de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del
inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la
longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de
"trozos argentinos". Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino
Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura (3). El primero fue
otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi
obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. Una vez más,
triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo
ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada
pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes
del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres - la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, "redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio" (The Faerie Queene, III, 2, 19) - , y añade estas curiosas palabras: "Pero los anteriores(además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central... Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor... la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería".
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz
FUNES, EL MEMORIOSO
Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo
sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con
una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la
mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera.
Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del
cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de
esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana
de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo
claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin
los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en
1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron
escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más
pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi
deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género
obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla,
porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me
consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha
escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra
cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era
también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o
febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos.
Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos
cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después
de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el
cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía
el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua
elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un
callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había
oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos
y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha
y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en
el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó
imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el
cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro minutos para las ocho,
joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda, burlona. Yo soy tan
distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención
si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo
local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por
algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora,
como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María
Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero,
un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.
Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86
veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté,
como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico
Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de
San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión
de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos
a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de
mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron
que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una
telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la
soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había
fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su
condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil
también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin
alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín.
Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de
Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis
historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de
latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las
orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió
una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro,
desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84", ponderaba
los gloriosos servicios que don GregoriQ Haedo, mi tío, finado ese mismo año,
"había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó
", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado
de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque
todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi
inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo
que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente
una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe
si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín
no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud
le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.
El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente,
porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio
de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo
Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el
perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril
estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la
valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis
historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa
noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche
fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me
recibió. a del fondo Me dijo que Ireneo estaba en la pieza y que no me extrañara
encontrarla a oscuras, porque ireneo sabía pasarse las horas muertas sin
encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al
segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. oí de pronto
la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía
de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o
incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las
creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa
noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro vil de
la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas
fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.
Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre,
fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua
momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí
la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más
difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene
otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir
sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas
cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico
la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos
que me abrumaron esa noche.
Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa
registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía
llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator,
que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides,
inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad
lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales
casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el
azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un
abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del
tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había
vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de
casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era
casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas
y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le
interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su
percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos
y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes
australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el
recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una
vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera
de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual
estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir
todos los sueños, todos los entre sueños.
Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero
cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos
tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es
mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes".
Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de
basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un
rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo
con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una
cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas
caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el
cielo.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel
tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y
hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que
vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente
que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y
sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que
hacia 1886 había discurrido un sístema original de numeración y que en muy
pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo
pensado una sola vez ya no podía borrársele.
Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales
requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo
signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de
siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil
catorce,
El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los
bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de
quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de
marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que esa
rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de
numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco
unidades: análisis que no existe en los "números "El Negro Timoteo o
manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo
xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual,
cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó
alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general,
demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol
de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado.
Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil
recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideracíones:
la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil.
Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los
recuerdos de la niñez.
Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie
natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del
recuerdo)son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan
vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era
casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que
el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños
y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de
perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de
frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada
vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del
minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción,
de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad.
Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi
intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con
feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o
en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan
infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su
pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del
mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y
cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos
importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción
de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no
amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras,
compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para
dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la
corriente.
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había
sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por
el patio de tierra.
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía
diecinueve años; había nacido en 186
EL MUERTO
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste
compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los
desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de
contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así,
quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un
recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los
confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me
sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este
resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente
mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le
ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su
contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo
de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora
se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las
calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con
Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino,
asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no
sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a
otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón
le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser
Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo
todo a sí mismo.
Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser
contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro
y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la
cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que
se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y
luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último
patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir.
Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra
firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a
Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que
agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido
con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su
derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo
manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha
visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con
una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece
una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le
propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la
madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres
y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a
veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de
otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que
entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los
cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes
de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a
carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir
el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el
grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira,
pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y
temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo
hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio
Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas
populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias.
Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que
el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se
propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán
la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de
ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura
fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos
sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la
ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los
hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha
visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a
su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora
esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay
una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de
cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la
luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de
sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo;
Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo
subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar
cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de
pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad.
Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate
tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia
a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida,
que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un
arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra
para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. "El Suspiro" se
llama ese pobre establecimiento. Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no
tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un
forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que
es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después,
que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha
retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para
el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las
cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se
llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira.
Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su
reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso si, que para el
plan que está maquinando tiene que ganar su amistad. Entra después en el
destino de Benjamin Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo
Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese
caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia
el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de
pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o
adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el
arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al
interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar
ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar,
lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad
de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van
aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira;
da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece
conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de
Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de
Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa
tarde Otálora regresa al "Suspiro" en el colorado del jefe y esa
tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con
la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y
niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se
ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche
de 1894. Esa noche, los hombres del "Suspiro" comen cordero recién
carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una
trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación
sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su
irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya
clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien
recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la
mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio
vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a
vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la
han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la
cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende,
antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido
condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque
ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego
LAS RUINAS CIRCULARES
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la
canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie
ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las
infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña,
donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la
lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin
apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las
carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que
corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y
ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios
antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los
hombres.
El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin
asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no
por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles
incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo
propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata
obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable
de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron
que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban
su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar
un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.
Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le
hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no
habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado,
porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también,
porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y
las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la
única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica.
El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún
modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas;
las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar,
pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de
cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban
responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen,
que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría
en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las
respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores,
adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma
que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar
de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y si de aquellos
que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque
dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos
preexistían un poco más.
Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba
sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio
ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo
a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó
por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al
cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin
embargo, la catástrofe sobrevino.
El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana
luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había
soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se
abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la
cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo
rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado
unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi
perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que
se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque
penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo
que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara.
Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme
alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo.
Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había
malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto
continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó
durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó
que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las
aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de
un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color
granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso
amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor
evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo
con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos.
La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón,
desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante
una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió
la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al
esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil.
Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni
podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra
ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán
de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi
destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.)
Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies
de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su
desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua.
La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez
esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple
dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y
en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente
animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el
Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso.
Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo
despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo
glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el
soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años)
a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego.
ĺntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la
necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También
rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión
de que ya todo eso había acontecido. . . En general, sus días eran felices; al
cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo
que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que
embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre.
Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta
amargura que su hijo estaba listo para nacer-y tal vez impaciente. Esa noche lo
besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río
abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no
supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los
otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la
tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando
que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas
abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres.
Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente
se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba
colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis.
Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar
en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo
ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte,
capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las
palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el
fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo,
apaciguador al principio, acabó por atormentarlo.
Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún
modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del
sueño de otro hombre qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre
le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión
o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo,
pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero
(al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro;
luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los
leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches, después
la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos
siglos.
Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En
un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico.
Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la
muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra
los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo
inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror,
comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo
LA ESPERA
El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del
Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación
los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes
casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería
y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de
enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invemáculos. E1 hombre pensó
que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que
se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables,
necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de
loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían
desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente
de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió
por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas,
un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de
Melo. E1 hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo
la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos
errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa
equivocación".
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le
habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el
artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había,
asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras
del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su
jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos
Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes
pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue
necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo
aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari,
no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no
sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en
otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el
nombre del enemigo podía ser una astucia. El señor Villari, al principio, no
dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al
oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras.
No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de
la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían
errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida
anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el
arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las
cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia
de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del
arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa
esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una
de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del
muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los
días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera
de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red
de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de
contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía
término, salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de
Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces
esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender
si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó.
En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres
hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa
voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna
mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El
sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que
iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba
en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico
dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin
recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas.
Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está
hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día,
se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el
perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el
fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez
hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en
un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese
trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas. Otra noche,
al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación,
con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el
otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo
oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió
que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera
a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario
de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber,
Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto,
y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las
penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo
donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas
tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha
de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo
igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villari entraban con revólveres
en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un
tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el
patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón
de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver)
y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero
siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el
ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del
cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de
temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los
ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y un
desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran
y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para
despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro
sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y
esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya
lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.
LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en
los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus
arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que
los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se
perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son
operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a
su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la
simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó
afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró
socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna,
pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que,
si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia,
juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan
venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo
al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto.
Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra
del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con
muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te
muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni
fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso."
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió
de hambre y de sed. La gloria sea con Aquél que no muere.
BIOGRAFIA DE TADEO ISIDORO CRUZ
I'm looking for
the face I had
Before the world was made.
Yeats: The winding stair.
El seis de febrero de 1829, los montoneros que,
hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el Sur para incorporarse a las
divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre ignoraban, a
tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una
pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la
mujer que dormía con él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las
cuatro, los montoneros fueron desbaratados por la caballería de Suárez y la
persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya lóbregos, y el hombre
pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del Perú y
del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el
nombre de Tadeo Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, sólo
me interesa una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa
noche se entienda. La aventura consta en un libro insigne; es decir, en un
libro cuya materia puede ser todo para todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz
de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Quienes han
comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el influjo de
la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron
en las selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso
sí, en un mundo de barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela
negra, no había visto jamás una montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco
una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con una tropa del establecimiento de
Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad para vaciar el
cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales.
Pasó ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose
al alba y recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun
del entendimiento) que nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones,
borracho, se burló de él. Cruz no le replicó, pero en las noches del regreso,
junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y entonces Cruz (que antes no había
demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una puñalada Prófugo,
hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le
advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: poro
que no le estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a
entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda;
malhirió a los más bravos de la partida; cuando la sangre le corrió entre los
dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por la pérdida de
sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal;
Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso,
participó en las guerras civiles; a veces combatió por su provincia natal, a
veces en contra. El veintitrés de enero de 1856, en las Lagunas de Cardoso, fue
uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento mayor Eusebio Laprida,
pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de
nuevo en el Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una
fracción de campo. En 1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había
corregido el pasado; en aquel tiempo debió de considerarse feliz, aunque
profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el porvenir, una lúcida noche
fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche que por fin
oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un
instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.)
Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un
solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase
que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa
historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro
Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se
vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un
malevo, que debía dos muertes a la justicia. Era éste un desertor de las
fuerzas que en la frontera Sur mandaba el coronel Benito Machado en una borrachera,
había asesinado a un moreno en un lupanar; en otra, a un vecino del partido de
Rojas; el informe agregaba que procedía de la Laguna Colorada. En este lugar,
hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros para la desventura que
dio sus carne a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa, que fue
ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no
se oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en
una zanja, partido el cráneo por un sable de las batallas del Perú y del
Brasil. Cruz había olvidado el nombre del lugar; con leve pero inexplicable
inquietud lo reconoció... El criminal, acosado por los soldados, urdió a
caballo un largo laberinto de idas y de venidas; éstos, sin embargo lo
acorralaron la noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La
tiniebla era casi indescifrable; Cruz y os suyos, cautelosos y a pie,
avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula acechaba o dormía el hombre
secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de haber vivido
ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió,
terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo
notorio me veda referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o
mató a varios de los hombres de Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad
(mientras su cuerpo combatía en la oscuridad), empezó a comprender. Comprendió
que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que
lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo estorbaban.
Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el
otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el
quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y
se puso a pelear contra los soldados junto al desertor Martín Fierro.
EL MILAGRO SECRETO
Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego
lo animó y le dijo:
-¿Cuánto tiempo has estado aquí?
-Un día o parte de un día, respondió.
Alcorán, II, 261.
La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de
la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los
enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas
fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos
individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace
muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba
que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre
secreta; Jaromir (en el sueño) era el primogénito de una de las familias
hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador
corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras
ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de
la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado
por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer, las
blindadas vanguardias del Tercer Reich
entraban en Praga.
El diecinueve, las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al
atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y
blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los
cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía,
su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma delataba el censo final de una
protesta contra el Anschluss. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para
la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado
comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue hojeado por Julius
Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay
hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en
letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík
y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el
día veintinueve de marzo, a las nueve a.m. Esa demora (cuya importancia
apreciará después el
lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente,
como los vegetales y los planetas.
El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran
arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era
intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo
temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias:
absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente
el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día
prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas
y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en
número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca.
Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas ejecuciones
imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo,
Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego
reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica
perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste
suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos
atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos.
Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia
fugitiva del tiempo. Sabía que éste se precipitaba hacia el alba del día
veintinueve; razonaba en voz alta: Ahora estoy en la noche del veintidós;
mientras dure esta noche (y seis noches más) soy invulnerable, inmortal.
Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía
sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo
redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último
ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones
abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas
costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como
todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía
que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros
que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes
de la obra de Boehme, de Abnesra y de Flood, había intervenido esencialmente la
mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga
y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la
eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado
los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de
Hinton; el segundo niega (con Francis Bradley) que todos los hechos del
universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la cifra de las
posibles experiencias del hombre y que basta una sola "repetición"
para demostrar
que el tiempo es una falacia... Desdichadamente, no son menos falaces los
argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta
desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas
expresionistas; éstos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de
1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco
y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík
preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad,
que es condición del arte.)
Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría
en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas
tardes del siglo diecinueve. En la primera escena del primer acto, un
desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último
sol exalta los cristales, el aire trae una arrebatada y reconocible música húngara.)
A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo
importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en
un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio-primero para los
espectadores del drama, luego para el mismo barón- que son enemigos secretos,
conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas
intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal
Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Éste, ahora, se ha
enloquecido y cree ser Roemerstadt... Los peligros arrecian; Roemerstadt, al
cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador.
Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias:
vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un
instante, el hombre matado por Roemerstadt.
Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos
cristales reverbera el sol occidental, el aire trae la arrebatada música húngara.
Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la
primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador
entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha
ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o
admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la
invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus
felicidades, la posibilidad de rescatar (de manera simbólica) lo fundamental de
su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter
métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros,
sin el manuscrito a la vista. Pensó que aun le faltaban dos actos y que muy
pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad. Si de algún modo existo, si
no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos.
Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte,
requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de Quien son los siglos y el
tiempo. Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño
lo anegó como un agua oscura.
Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca
del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík
le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las
letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del
Clementinum. Mis padres y los padres de mis Padres han buscado esa letra; yo me
he quedado ciego, buscándola. Se quito las gafas y Hladík vio los ojos, que
estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil,
dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India,
vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua
le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó.
Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha
escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras
y no se puede ver quien las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda
y le ordenaron que los siguiera.
Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías,
escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por
una sola escalera de fierro. Varios soldados-alguno de uniforme
desabrochado-revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el
reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran
las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de
leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la
espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por
cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día
se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto.
Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau...
El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel,
esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre;
entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente,
recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de
lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el
sargento vociferó la orden final.
El universo físico se detuvo.
Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban
inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una
baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado,
como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano.
Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del
impedido mundo. Pensó estoy en el infierno, estoy muerto. Pensó estoy loco.
Pensó el tiempo se ha detenido. Luego reflexionó que en tal caso, también se
hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió (sin mover los
labios) la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos
soldados compartían su angustia: anheló comunicarse con ellos. Le asombró no
sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió,
al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el
mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el
patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no
acababa nunca de dispersarse. Otro "día" pasó, antes que Hladík
entendiera.
Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le
otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría
el plomo alemán, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurría
entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor,
del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro
que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y
olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para
Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto,
urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos
veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música.
Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso,
optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los
rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt.
Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras
supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de
la palabra sonora... Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un
solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un
grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la
mañana.
1943
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