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Obras de Jorge Luis Borges
Hombre de la esquina rosada
A Enrique Amorim
A mi, tan luego, hablarme del
finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque
el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe
y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero
es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a
dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A
ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre,
pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa
Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don
Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más
paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los
perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo
dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasíenta;
la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta
el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condicion
de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un
placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba
a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de
ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del
pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban
al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de
tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición
de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá
juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién
después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de
Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el
Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a
la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de
humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban
músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera,
que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo
que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con
esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra
de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como
una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy
seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá
con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a
encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño,
cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con
ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa
que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la
companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta
con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada
poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la
voz.
Para nosotros no era todavía Francisco ReaI, pero sí un tipo alto,
fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo,
echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me
le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba
el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco
izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró
los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó
agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible.
Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de
los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje
mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente
ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del
forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y
jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de
fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a
silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se
atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo
de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo,
que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas,
callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos
claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con
ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido,
recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la
cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real,
que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me
alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos
bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero
, y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a
mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía
un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga.
Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los
dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín,
acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la
puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo,
un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse
como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto.
Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿;Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba
pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no
sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas
palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo
lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el
más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se
abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se
jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo
desenvainado y se lo dió con estas palabras:
Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que
miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como
si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho
y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
De asco no te carneodijo el otro, y alzó, para castigarlo, la
mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo
miró con esos ojos y le dijo con ira:
Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como
para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a
los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio
de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola.
Llegaron a la puerta y grito:
;Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida !
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como
si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna
mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y
jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta
del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento,
como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa
recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos naides.
Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé
un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar
de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me
pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del
barrio.
Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezongó al
pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del
Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir
basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el
callejón de tierra, los hornos y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas
orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿;Que iba a salir de
esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y
atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao,
más obligación de ser guapo.
¿;Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas,
y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de
estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por
sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo
y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer
para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas,
pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué
lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando
los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno
de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás.
Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia
dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es
mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oimos una mujer que lloraba y después la voz que ya
conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien,
diciéndole:
Entrá, m'hijay luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a
desesperarse.
;Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! se abrió en
eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si
viniera arreándola alguno.
La está mandando un ánima dijo el Inglés.
Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero. El rostro era como
de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos
pasos marcado alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de
los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de
almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una
herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó
que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de
las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para
esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos
estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de
salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido
y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura
que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿;Ouién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había
temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando
golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda
y volvío a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo
despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir
que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el
chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin
queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a
descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más
coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo
supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
Para morir no se precisa más que estar vivo dijo una del montón,
y otra, pensativa también:
Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un
tiempo la repitieron juerte después.
Lo mató la mujer.
Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me
olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado,
casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije
como con sorna:
Fijensén en las manos de esa mujer. ¿;Que pulso ni que corazón va
a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
¿;Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su
barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente
muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para
distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la
policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese
trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo.
Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el
puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de
cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le
hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le
animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre.
Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara,
no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris
no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio
animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se
oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada
estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan
temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras.
Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure
a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo
corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco
izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y
no quedaba ni un rastrito de sangre.
Fundación mítica de Buenos Aires
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando
bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo
cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron
unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una
manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.
Un
almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El
primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una
cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A
mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.
La Biblioteca Total
El capricho o imaginación o utopía
de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con
virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres
en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a
Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor
Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y
Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi venticuatro siglos de Europa.)
Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con
el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El
certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que
que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo
agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que
prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche,
regresa eternamente.
El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el prier
libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone
la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita cojunción de
los átomos. El escitor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son
homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la
forma. Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de N por la forma,
AN de NA por el orden, Z de N por la posición." En el tratado De la
generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles
con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales
elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.
Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso
diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses.
En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye:"No me admiro que haya
alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son
arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de
estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto,
tambien podra creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con
las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales
de Ennio. Ignoro si la casualidad podra hacer que se lea un solo verso."1
La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados
del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios
del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial
sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el
futuro Dictionnaire des idées reues, de Flaubert.
Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y
refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las
metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no
dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso
latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de
monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas
eternidades todos los libros que contiene el British Museum.2
Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de
la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo
limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de
sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. "Muy pronto -dice- los
literatos no se preguntarán, '¿qué libro escribiré?', sino '¿cuál libro?'
"Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su
invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.
La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos
de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un
idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos
suspensivos, guarismos- es reduciso y puede reducirse algo más. El alfabeto
puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una
abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos
del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación
binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede
no haber acentos, como en latín. Afuerza de simplificaciones análogas, llega
Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio,
el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es
dable expresar: en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones
integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los
hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el
azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de
Theodore Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)
Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa
del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que
las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero
nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y
entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del
teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos
mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las
paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de
hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un
ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el
cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la
demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable
o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos
verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden
pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y
en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.
Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones
horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al
Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los
anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el
todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el
Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo
he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca
contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el encesante albur
de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira.
1 No teniendo a la vista el original, copio la versión española de Menéndez y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, p.88). Deussen y Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es imposible que el "ilustre bibliófago" haya donado el oro y haya retirado la bolsa.
2 Bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal.
El puñal
En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio
a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en
la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que
lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja
obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo
formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche
mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar,
quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña
el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige
porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida
para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente
soberbia, y los años pasan, inútiles.
La escritura del dios
La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escriturad del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que ho hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, cro, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madra; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprndiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distacciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suel, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensantgriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redeentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió
EL SUR
El
hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y
era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann,
era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía
hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del
2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado
por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal
vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o
de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y
barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito
de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron
ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas
privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur,
que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los
eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las
tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se
contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su
casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días
de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas
distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de
Las Mil y Una Noches de Weil, ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que
bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó
la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la
puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de
sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar
le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba
despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre
lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar
pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían
que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y
le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron,
como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo
y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable
sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó
que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió
feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo
sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo,
lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se
despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días
y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado,
hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el
menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió
su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le
erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas,
pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una
septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas
y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo
tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose
y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día
prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había
llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba
a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del
verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la
fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa
vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas
como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo;
unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas,
las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla
del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía
repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en
un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva
edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguán,
el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó
bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen)
había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad
desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la
endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y
pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que
estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en
la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del
instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones
y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches
arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil
y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su
desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío
alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego
la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que
Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a
su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana
y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros
superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (un el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya
remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido. Mañana me despertare
en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que
avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro,
encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de
ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los
trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda;
vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran
casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y
sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la
campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario. Alguna vez
durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable
de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría
en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución,
al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado.
Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la
tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero
al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo
desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y
tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al
Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su
boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en
otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una
explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el
mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las
vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún
vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un
comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras. Dahlmann aceptó la caminata
como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final
exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos
para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio,
aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su
bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en
acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había
unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió
que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El
hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro
hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann,
al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba,
inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido
y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una
sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una
eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta,
el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones
con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya
no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el
campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro.
El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos
vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada
por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los
tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de
chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto.
Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de
vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso
era todo, pero alguien se la había tirado. Los de la otra mesa parecían ajenos
a él. Dalhmann. perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de
Las Mil y Una Noches; como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los
pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba
asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara
arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de
pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que
estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la
provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba
contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado
al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan
Dahlmann, lo injurió a gritos. como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar
su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas
palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los
ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz
que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió. Desde
un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur
(del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies.
Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se
inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi
instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe,
no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez
había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de
una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro.
No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al
atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y
acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta,
en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él,
entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que
hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a
la llanura.
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