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Martes 19 de Noviembre de 2024 |
 

Obras de Adolfo Bioy Casares

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En memoria de Paulina. Nóumeno. La Trama Celeste. Las aventuras del capitán Morris. Adolfo Bioy Casares. El caso de los viejitos voladores. La explicación es evidente. Biografía de Adolfo Bioy Casares.

Agregado: 18 de JULIO de 2003 (Por Michel Mosse) | Palabras: 20122 | Votar | Sin Votos | Sin comentarios | Agregar Comentario
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    Obras de Adolfo Bioy Casares

     

    En memoria de Paulina

     

          Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
        Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.
        La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
        Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
        A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
        La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada
    melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
        Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
        -Vuelva mañana por la tarde-le dije-. Le presentaré a algunos.
        Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.
        -Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
        Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión .
        Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
        Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un r ato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
        Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.
    Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.
        Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
        -Paulina está mostrando la casa a Montero.
        Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.
        Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
        -Es muy tarde. Me voy.
    Montero intervino rápidamente:
        -Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
        -Yo también te acompañaré-respondí.
        Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
        Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:
        -Has olvidado mi regalo.
        Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
        No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
        Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
        Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
        Al verla, exclamé:
        -Estás cambiada.
        -Si-respondió-. Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.
        Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
        -Gracias-contesté.
        Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
        -Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados
        Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.
        -Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.
        Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:
        -Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.
         -¿Quién?-pregunté.
        En seguida temí-como si nada hubiera ocurrido-que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.
        Paulina contestó con naturalidad:
        -Julio Montero.
        La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
         -¿Van a casarse?
    No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
        Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.
        Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .
        Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
        Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.
        Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.
        Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
        -Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.
        Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran-si no para mí, para un testigo imaginario-una intención desleal, agregó rápidamente:
        -Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.
        Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.
        Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.
        -Buscaré un taxímetro-dije.
        Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
        -Adiós, querido.
        Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.
        Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
        Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
        Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
        Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que
    yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
        La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.
        A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo-seis meses por lo menos-yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como .siempre:
        -¿,Tostado o blanco'?
        Le contesté, como siempre:
        -Blanco.
        Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.
        Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
        Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in diferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.
        Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.
        Luego-ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve-Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("La mano!", me dijo. "Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia-que era el mundo entero surgiendo, nuevamente-como una pánica expansión de nuestro amor.
        La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.
        Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.
        Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
        Paulina dijo:
        -Me voy. Julio me espera.
        Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.
        Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.
        Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.
        No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo
    lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
        Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo-Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado-y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.
        Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
        No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
        Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.
        ¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?
        Elegí una imagen de esa tarde-Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo-y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
        Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.
        La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.
        Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".
        Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).
        Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. E1 espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.
        Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.
        No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.
        Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.
        Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.
        Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.
        No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
        Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.
        Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.
        -¿Dónde vive Montero?-le pregunté.
        Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.
        -Montero está preso-contestó.
        No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
        -¿Cómo? ¿Lo ignoras?
        lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
        Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
        En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:
        -¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?
        Morgan se acordaba. Continué:
        -Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
        -Nada-contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
        Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:
        -¿Sabe que murió la señorita Paulina?
        -¿Cómo no voy a saberlo?-respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
    El hombre me miró inquisitivamente.
        -¿Le ocurre algo?-dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe?
        Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
        Después me encontré frente al espejo, pensando: " Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación- una equivocación atroz-y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".
        Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
        Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté-mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó-si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
        Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.
        Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.
        La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones-¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?-la mató a la madrugada.
        Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
        La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina-en la víspera de mi viaje-no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.
        Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
        No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
        Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano-en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas-obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

     

    Nóumeno

     

     

     

     Probablemente fue Carlota la que tuvo la idea. Lo cierto es que todos la aceptaron, aunque sin ganas. Era la hora de la siesta de un día muy caluroso, el 8 o el 9 de enero. En cuanto al año, no caben dudas: 1919. Los muchachos no sabían qué hacer y decían que en la ciudad no había un alma, porque algunos amigos ya estaban veraneando. Salcedo convino en que el Parque Japonés quedaba cerca. Agregó:
    Será cosa de ponerse el rancho e ir en fila india, buscando la sombra.
    ¿Están seguros de que en el Parque Japonés funciona el Nóumeno?preguntó Arribillaga.
    Carlota dijo que sí. El Nóumeno era un cinematógrafo unipersonal, que por entonces daba que hablar, aún en las noticias de policía.
    Arturo miró a Carlota. Con su vestido blanco, tenía aire de griega o de romana. "Una griega o romana muy linda", pensó.
    Vale la pena costearsedijo Arribillaga. Para hacernos una opinión sobre el asunto.
    Algo indispensabledijo con sorna Amenábar.
    Yo tampoco veo la ventajadijo Narciso Dillon.
    Voy a andar medio justo de tiempo previno Arturo. El tren sale a las cinco.
    Y si no vas, ¿qué pasa? ¿Tu campo desaparece?preguntó Carlota.
    No pasa nada, pero me están esperando.
    Aunque no fuera indispensable la fila india, tampoco era cuestión de insolarse y derretirse, de modo que avanzaron de dos en dos, por la angosta y no continua franja de sombra. Carlota y Amenábar caminaban al frente; después, Arribillaga y Salcedo; por último, Arturo y Dillon. Éste comentó:
    Qué valientes somos.
    ¿Por salir con este solazo?preguntó Arturo.
    Por ir muy tranquilos a enfrentarnos con la verdad.
    Nadie cree en el Nóumeno.
    Desde luego.
    Es de la familia de la cotorra de la buena suerte.
    Entonces, una de dos. O no creemos y ¿para qué vamos? O creemos y ¿pensaste, Arturo, en este grupo de voluntarios? La gente más contradictoria de la República. Empezando por un servidor. Nací cansado, no sé lo que se llama trabajar, si me arruino me pego un tiro y no hay domingo que no juegue hasta el último peso en las carreras.
    ¿Quién no tiene contradicciones?
    Unos menos que otros. Vos y yo no vamos al Nóumeno batiendo palmas.
    Arturo dijo:
    A lo mejor sospechamos que para seguir viviendo, más vale dormirse un poco para ciertas cosas. ¿Qué va a suceder cuando entre Arribillaga y vea cómo el aparato le combina su orgullo de perfecto caballero con su ambición política?
    Arribillaga sale a todo lo que da y el Nóumeno estalla dijo Dillon. ¿Amenábar también tendrá contradicciones?
    No creo.
    Cuando conoció a Amenábar, Arturo estudiaba trigonometría, su última materia de bachillerato, para el examen de marzo. Un pariente, profesor en el colegio Mariano Moreno, se lo recomendó. "Si te prepara un mozo Amenábar", le dijo, "no sólo aprobarás trigonometría, sabrás matemáticas". Así fue, y muy pronto entablaron una amistad que siguió después del examen, a través de esas largas conversaciones filosóficas, que en alguna época fueron tan típicas de la juventud. Por Arturo, Amenábar conoció a Carlota y después a los demás. Lo trataban como a uno de ellos, con la misma despreocupada camaradería, pero todos veían en él a una suerte de maestro, al que podían consultar sobre cualquier cosa. Por eso lo llamaban el Profe.
    Comentó Dillon:
    Su idea fija es la coherencia.
    Ojalá muchos tuviéramos esa idea fija contestó Arturo. Él mismo dice que la coherencia y la lealtad son las virtudes más raras.
    Menos mal, porque si no, con la vida que uno lleva... ¿Qué sería de mí, un domingo sin turf? Me pego un balazo!
    Si hay que pegarse un balazo porque la vida no tiene sentido, no queda nadie.
    ¿También Carlota será contradictoria? A ella se le ocurrió el programa.
    Carlota es un caso distintoexplicó Arturo; con aparente objetividad. Le sobra el coraje.
    Las mujeres suelen ser más corajudas que los hombres.
    Yo iba a decir que era más hombre que muchos.
    Tal vez Arturo no estuviera tan alegre como parecía: Cuando hablaba de Carlota se reanimaba.
    No conozco chica más independiente aseguro Dillon, y agregó: Claro que la plata ayuda.
    Ayuda. Pero Carlota era muy joven cuando quédó huérfana. Apenas mayor de edad. Pudo acobardarse, pudo buscar apoyo en alguien de la familia. Se las arregló sola.
    "Y por suerte ahí va caminando con Amenábar", pensó Arturo. "Sería desagradable que tuviera al otro a su lado."
    Entraron en el Parque Japonés. Arturo advirtió con cierto alivio que nadie se apuraba por llegar al Nóumeno. Lo malo es que no era el único peligro. También estaba la Montaña Rusa. Para sortearla, propuso el Water Shoot, al que subieron en un ascensor. Desde lo alto de la torre, bajaron en un bote, a gran velocidad, por un tobogán, hasta el lago. Pasaron por el Disco de la Risa, se fotografiaron en motocicletas Harley Davidson y en aeroplanos pintados en telones y, más allá del teatro de títeres, donde tres músicos tocaban Cara sucia, vieron un quiosco de bloques de piedra gris, en papier mache, que por la forma y por las dos efinges, a los lados de la puerta, recordaba una tumba egipcia.
    Es acádijo Salcedo y señaló el quiosco.
    En el frontispicio leyeron: El Nóumeno y, a la derecha, en letras más chicas: de M. Cánter. Un instante después un viejito de mal color se les acercó para preguntar si querían entradas. Arribillaga pidió seis.
    ¿Cuánto tiempo va a estar cada uno adentro?preguntó Arturo.
    Menos de un cuarto de hora. Más de diez minutoscontestó el viejo.
    Bastan cinco entradas. Si me alcanza el tiempo compro la mía.
    ¿Usted es Cánter?preguntó Amenábar.
    Sídijo el viejo. No, por desgracia, de los Cánter de La Sin Bombo, sino de unos más pobres, que vinieron de Alemania. Tengo que ganarme la vida vendiendo entradas para este quiosco. Seis, mejor dicho cinco, miserables entradas, a cincuenta centavos cada una!
    ¿Ahora no hay nadie adentro?preguntó Dillon.
    No.
    Y aparte de nosotros, nadie esperando. Le tomaron miedo a su Nóumeno.
    No veo por quéreplicó el viejo.
    Por lo que salió en los diarios.
    El señor cree en la letra de molde. Si le dicen que alguien entró en este quiosco de lo más campante y salió con la cabeza perdida, ¿lo cree? ¿No se le ocurre que detrás de toda persona hay una vida que usted no conoce y tal vez motivos más apremiantes que mi Nóumeno, para tomar cualquier determinación?
    Arturo preguntó:
    ¿Cómo se le ocurrió el nombre?
    A mí no se me ocurrió. Lo puso un periodista, por error. En realidad, el Nóumeno es lo que descubre cada persona que entra. Y, a propósito: Adelante, señores, pasen! Por cincuenta centavos conocerán el último adelanto del progreso. Tal vez no tengan otra oportunidad.
    Deséenme buena suertedijo Carlota.
    Saludó y entró en el Nóumeno. Arturo la recordaría en esa puerta, como en una estampa enmarcada: el pelo castaño, los ojos azules, la boca imperiosa, el vestido blanquísimo. Salcedo preguntó a Cánter:
    ¿Por qué dice que tal vez no haya otra oportunidad?
    Algo hay que decir para animar al público explicó el viejo, con una sonrisa y una momentánea efusión de buen color, que le dio aire de resucitado. Además, la clausura municipal está siempre sobre nuestras cabezas.
    ¿Cabezas? preguntó Arturo. ¿Las suyas o las de todos?
    Las de todos los que recibimos la visita de señores que viven de las amenazas de clausura. Los señores inspectores municipales.
    Una verguenzadijo Salcedo, gravemente.
    Hay que comerdijo el viejo.
    Después de Cara Sucia, los de al lado tocaron Mi noche triste. Arturo pensó que por culpa de ese tango, que siempre lo acongojaba un poco, estaba nervioso porque la chica no salía del Nóumeno. Por fin salió y, como todos la miraban inquisitivamente, dijo con una sonrisa:
    Muy bien. Impresionante.
    Arturo pensó "Le brillan los ojos".
    Acá voy yoexclamó Salcedo y, antes de entrar, se volvió y murmuró:No se vayan.
    Felice mortegritó Arribillaga.
    Carlota pasó al lado de Arturo y dijo en voz baja:
    Vos no entres.
    Antes que pudiera preguntar por qué, ella se trabó en una conversación con Amenábar. El tono en que había dicho esas tres palabras le recordó tiempos mejores.
    En el teatro de títeres tocaban otro tango. Cuando Salcedo salió del Nóumeno, entró Amenábar. Arribillaga preguntó:
    ¿Qué tal?
    Nada extraordinariocontestó Salcedo.
    Explicame un poco dijo Dillon. Ahí adentro ¿consigo un dato para el domingo?
    Creo que no.
    Entonces no me interesa. Casi me alegro.
    Yo, en cambio, me alegro de haber entrado. Hay una especie de máquina registradora, pero de pie, y una sala, o cabina, de biógrafo, que se compone de una silla y de un lienzo que sirve de pantalla.
    Te olvidás del proyectordijo Carlota.
    No lo vi.
    Yo tampoco, pero el agujero está detrás de tu cabeza, como en cualquier sala, y al levantar los ojos ves el haz de luz en la oscuridad.
    La película me pareció extraordinaria. Yo sentí que el héroe pasaba por situaciones idénticas a las mías.
    ¿Concluyó bien?preguntó Carlota.
    Por suerte, sídijo Salcedo. ¿Y la tuya?
    Depende. Según interpretes.
    Salcedo iba a preguntar algo, pero Carlota se acercó a Amenábar, que salía del quiosco, y le preguntó cuál era su veredicto.
    Yo ni para el Nóumeno tengo veredictos. Es un juego, un simulacro ingenioso. Una novedad bastante vieja: la máquina de pensar de Raimundo Lulio, puesta al día. Casi puedo asegurar que mientras uno se limite a las teclas correspondientes a su carácter, la respuesta es favorable; pero si te da por apretar la totalidad de las teclas correspondientes a las virtudes, la inmediata respuesta es Hipócrita, Ególatra, Mentiroso, en tres redondelitos de luz colorada.
    ¿Hiciste la prueba?preguntó Carlota.
    Riendo, Amenábar contestó que sí y agregó:
    ¿Te parece poco serio? A mí me pareció poco serio el biógrafo. Qué cinta. Como si nos tomaran por sonsos.
    Después de mirar el reloj Arturo dijo:
    Yo me voy.
    ¿No me digas que te asusta el Nóumeno? preguntó Dillon.
    La verdad que esa puerta alta y angosta le da aspecto de tumbadijo Salcedo.
    Carlota explicó:
    Tiene que tomar el tren de las cinco.
    Y antes pasar por casa, a recoger la valija agregó Arturo.
    Le sobra el tiempodijo Salcedo.
    Quién sabe dijo Amenábar. Con la huelga no andan los tranvías y casi no he visto automóviles de alquiler ni coches de plaza.
    Lo que vio Arturo al salir del Parque Japonés le trajo a la memoria un álbum de fotografías de Buenos Aires, con las calles desiertas. Para que esas pruebas documentales no contrariaran su convicción patriótica de que en las calles de nuestra ciudad había mucho movimiento, pensó que las fotografías debieron de tomarse en las primeras horas de la mañana. Lo malo es que ahora no era la mañana temprano, sino la tarde.
    No había exagerado Amenábar. Ni siquiera se veían coches particulares. ¿lba a largarse a pie, a Constitución? Una caminata, para él heroica, no desprovista de la posibilidad de llegar después de la salida del tren. "¿Dónde está ese ánimo? ¿Por qué pensar lo peor?", se dijo. "Con un poco de suerte encontraré algo que me lleve a Constitución." Hasta Cerrito, bordeó el paredón del Central Argentino, volviendo todo el tiempo la cabeza, para ver si aparecía un coche de plaza o un automóvil de alquiler. "A este paso, antes que las piernas se me cansa el pescuezo." Dobló por Cerrito a la derecha, subió la barranca, siguió rumbo al barrio sur. "Desde el Bajo y Callao a Constitución habrá alrededor de cuarenta cuadras", calculó. "Más vale dejar la valija." Lo malo era que de paso dejaría La ciudad y las sierras, que estaba leyendo. Para recoger la valija, tendría seis cuadras hasta su casa, en la calle Rodríguez Peña y, ya con la carga a cuestas, las seis cuadras hasta Cerrito y todas las que faltaban hasta Constitución. "Otra idea", se dijo, "sería irme ahora mismo a casa, recostarme a leer La ciudad y las sierras frente al ventilador y postergar el viaje para mañana; pero, con la huelga, quién me asegura que mañana corran los trenes. No hay que aflojar aunque vengan degollando". Nadie venía degollando, pero la ciudad estaba rara, por lo vacía, y aún le pareció amenazadora, como si la viera en un mal sueño. "Uno imagina disparates, por la cantidad de rumores que oye sobre desmanes de los huelguistas." A la altura de Rivadavia, pasó un taxímetro Hispano Suiza. Aunque iba libre, continuó la marcha, a pesar de su llamado. "A lo mejor el chófer está orgulloso del auto y no levanta a nadie."
    Poco después, al cruzar Alsina, vio que avanzaba hacia él un coche de plaza tirado por un zaino y un tordillo blanco. Arturo se plantó en medio de la calle, con los brazos abiertos, frente al coche. Creyó ver que el cochero agitaba las riendas, como si quisiera atropellarlo, pero a último momento las tiró para atrás, con toda la fuerza, y logró sujetar a los caballos. Con voz muy tranquila, el hombre preguntó:
    ¿Por suerte anda buscando que lo maten?
    Que me lleven.
    No lo llevo. Ahora vuelvo a casa. A casita, cuanto antes.
    ¿Dónde vive?
    Pasando Constitución.
    No tiene que desandar camino. Voy a Constitución.
    ¿A Constitución? Ni loco. La están atacando.
    Me deja donde pueda.
    Resignado, el cochero pidió:
    Suba al pescante. Si voy con pasajero y nos encontramos con los huelguistas, me vuelcan el coche. Que lleve a un amigo en el pescante, ¿a quién le interesa? Hay que cuidarse, porque la Unión de Choferes apoya la huelga.
    Usted no es chofer, que yo sepa.
    Tanto da. Caigo en la volteada como cualquiera.
    Por Lima siguieron unas cuadras. Arturo comentó:
    Corre aire acá. Uno revive. ¿Sabe, cochero, lo que he descubierto?
    Usted dirá.
    Que se viaja más cómodo en coche que a pie.
    El cochero le dijo que eso estaba muy bueno y que a la noche iba a contárselo a la patrona. Observó amistosamente:
    La ciudad está vacía, pero tranquila.
    Una tranquilidad que mete miedoaseguró Arturo.
    Casi inmediatamente oyeron detonaciones y el silbar de balas.
    Armas largasdictaminó el cochero.
    ¿Dónde?preguntó Arturo.
    Para mí, en la plaza Lorea. Vamos a alejarnos, por si acaso.
    En Independencia doblaron a la izquierda y después, en Tacuarí, a la derecha. Al llegar a Garay, Arturo dijo:
    ¿Cuánto le debo? Bajo acá.
    Vamos a ver: ¿viajó, sí o no, en el asiento de los amigos?Sin esperar respuesta, concluyó el cochero:Nada, entonces.
    Porque faltaba la desordenada animación que habitualmente había en la zona, la mole gris amarillenta de la estación parecía desnuda. Cuando Arturo iba a entrar, un vigilante le preguntó:
    ¿Dónde va?
    A tomar el trencontestó.
    ¿Qué tren?
    El de las cinco, a Bahía Blanca.
    No creo que salgadijo el vigilante.
    "Con tal que atiendan en la boletería", se dijo Arturo. Lo atendieron, le dieron el boleto, le anunciaron:
    El último tren que corre.
    En el momento de subir al vagón se preguntó qué sentía. Nada extraordinario, un ligero aturdimiento y la sospecha de no tener plena conciencia de los actos y menos aún de cómo repercutirían en su ánimo. Era la primera vez, desde que ella lo dejó, que salía de Buenos Aires. Había pensado que la falta de Carlota sería más tolerable si estaban lejos.
    Se encontró en el tren con el vasco Arruti, el de la panadería La Fama, reputada por la galleta de hojaldre, la mejor de todo el cuartel séptimo del partido de Las Flores. Arturo preguntó:
    ¿Llegamos a eso de las ocho y media?
    Siempre y cuando no paren el tren en Talleres y nos obliguen a bajar.
    ¿Vos creés?
    La cosa va en serio, Arturito, y en Talleres hay muchos trabajadores. Nos mandan a una vía muerta, si quieren.
    No sé. Los trabajadores están cansados.
    Pasaron de largo Talleres y Arruti dijo:
    Tengo sed.
    Vayamos al vagón comedor.
    Ha de estar cerrado.
    Estaba abierto. Pidió Arturo una Bilz, y un Pernod Arruti, que explicó:
    Lo que tomábamos con tu abuelo, cuando iba a la estancia, a jugar a la baraja.
    Eso fue en los último años de mi abuelo.
    Antes lo acompañabas a cazar.
    De nuevo hablaron de la huelga. Con algún asombro, Arturo creyó descubrir que Arruti no la condenaba y le preguntó:
    ¿No estás en contra de la huelga porque pensás que de una revolución va a salir un gobierno mejor que el de ahora?
    No estoy loco, chereplicó Arruti. Todos los gobiernos son malos, pero a un mal gobierno de enemigos prefiero un mal gobierno de amigos.
    ¿El que tenemos es de enemigos?
    Digamos que es de tu gente, no de la mía.
    No sabía que vos y yo fuéramos enemigos.
    No lo somos, Arturo, ni lo seremos. Ni tú ni yo estamos en política. Una gran cosa.
    Sin embargo, apostaría que tomamos las ideas más a pecho que los políticos.
    Esa gente no cree en nada. Sólo piensan en abrirse paso y mandar.
    Imaginó cómo iba a referirle a Carlota esta conversación. Recordó, entonces, lo que había pasado. Se dijo: "Debo sobreponerme", pero tuvo sentimientos que tal vez correspondieran a una frase como: "¿Para qué vivir si después no puedo comentar las cosas con Carlota?".
    Arruti, que era un vasco diserto, habló de su infancia en los Pirineos, de su llegada al país, de sus primeras noches en Pardo, cuando se preguntaba si el rumor que oía era del viento o de un malón de indios.
    A ratos Arturo olvidó su pena. Lo cierto es que el viaje se hizo corto. A las ocho y media bajaron en la estación Pardo.
    Seguro que Basilio vino con el break dijo. ¿Te llevo?
    No, hombrecontestó Arruti. Vivo demasiado cerca. Eso sí: una tarde caigo de visita en la estancia. Esta vuelta vas a quedarte más de lo que tienes pensado.
    Basilio, el capataz, los recibió en el andén. Preguntó:
    ¿Qué tal viaje tuvieron?y agregó después de agacharse un poco y llevar la mirada a una y otra mano de Arturo: ¿No olvidaste nada, Arturito?
    Nada.
    ¿Qué debía traer?preguntó Arruti.
    Siempre viene con valijas cargadas de libros. Hay que ver lo que pesan.
    Arruti se despidió y se fue. Arturo preguntó:
    ¿Cómo andan por acá?
    Bien. Esperando el agua.
    ¿Mucha seca?
    Se acaba el campo, si no llueve.
    Emprendieron el largo trayecto en el break. Hubo conversación, por momentos, y también silencios prolongados. Todavía no era noche. Distraídamente Arturo miraba el brilloso pelo del zaino, la redondez del anca, el tranquilo vaivén de las patas, y pensaba: "Para vida agitada, el campo. Uno se desvive porque llueva o no llueva, o porque pase la mortandad de los terneros... Lo que es yo, no voy a permitir que me contagien la angustia". Iba a agregar "por lo menos hasta mañana a la mañana", cuando se acordó de la otra angustia y se dijo: "Qué estúpido. Todavía tengo ganas de hacerme el gracioso".
    Llegaron a la estancia por la calle de eucaliptos. Era noche cerrada. La casera le tendió una mano blanda y dijo:
    Bien ¿y usted? ¿Paseando?
    En el patio había olor a jazmines; en la cocina y el cuartito de la caldera, olor a leña quemada; en el comedor, olor a la madera del piso, del zócalo, de los muebles.
    Poco después de la comida, Arturo se acostó. Pensaba que lo mejor era aprovechar el cansancio para dormirse cuanto antes. Un silencio, apenas interrumpido por algún mugido lejano, lo llevó al sueño.
    Vio en la oscuridad un telón blanco. De pronto, el telón se rajó con ruido de papel y en la grieta aparecieron, primero, los brazos extendidos y después la querida cara de Carlota, aterrada y tristísima, que le gritaba su nombre en diminutivo. Repetidamente se dijo: "No es más que un sueño. Carlota no me pide socorro. Qué absurdo y presuntuoso de mi parte pensar que está triste. Ha de estar muy feliz con el otro. Al fin y al cabo este sueño no es más que una invención mía". Pasó el resto de la noche en cavilaciones acerca del grito y de la aparición de Carlota. A la mañana, lo despertó la campanilla del teléfono.
    Corrió al escritorio, levantó el tubo y oyó la voz de Mariana, la señorita de la red local de teléfonos, que le decía:
    Señor Arturo, me informan de la oficina de la Unión Telefónica de Las Flores que lo llaman de Buenos Aires. Se oye mal y la comunicación todo el tiempo se corta. ¿Paso la llamada?
    Pásela, por favor.
    Oyó apenas:
    Un rato después de salir del Parque Japonés... Imagino cómo te caerá la noticia... Encontraron el cuerpo en la gruta de las barrancas de la Recoleta.
    ¿El cuerpo de quién? gritó Arturo. ¿Quién habla?
    No era fácil de oír y menos de reconocer la voz entrecortada por interrupciones, que llegaba de muy lejos, a través de alambres que parecían vibrar en un vendaval. Oyó nuevamente:
    Después de salir del Parque Japonés.
    El que hablaba no era Dillon, ni Amenábar, ni Arribillaga. ¿Salcedo? Por eliminación quizá pareciera el más probable, pero por la voz no lo reconocía. Antes que se cortara la comunicación, oyó con relativa claridad:
    Se pegó un balazo.
    La señorita Mariana, de la red local, apareció después de un largo silencio, para decir que la comunicación se cortó porque los operarios de la Unión Telefónica se plegaron a la huelga. Arturo preguntó:
    ¿No sabe hasta cuándo?
    Por tiempo indeterminado.
    ¿No sabe de qué número llamaron?
    No, señor. A veces nos llega la comunicación mejor que a los abonados. Hoy, no.
    Después de un rato de perplejidad, casi de anonadamiento, por la noticia y por la imposibilidad de conseguir aclaraciones, Arturo exclamó en un murmullo: "No puede ser Carlota". La exclamación velaba una pregunta, que formuló con miedo. El resultado fue favorable, porque la frase en definitiva expresaba una conclusión lógica. Carlota no podía suicidarse, porque era una muchacha fuerte, consciente de tener la vida por delante y resuelta a no desperdiciarla Si todavía quedaba en el ánimo de Arturo algún temor, provenía del sueño en que vio la cara de Carlota y oyó ese grito que pedía socorro. "Los sueños son convincentes", se dijo, "pero no voy a permitir que la superstición prevalezca sobre la cordura. Es claro que la cordura no es fácil cuando hubo una desgracia y uno está solo y mal informado". De pronto le vinieron a la memoria ciertas palabras que dijo Dillon, cuando iban al Parque Japonés. Tal vez debió replicarle que el suicida es un individuo más impaciente que filosófico: a todos nos llega demasiado pronto la muerte. Recapacitó: "Sin embargo fui atinado en no insistir, en no dar pie para que Dillon dijera de nuevo que pegarse un tiro era la mejor solución. No creo que lo haya hecho... Si me atengo a lo que dijo en broma, o en serio, podría pegarse un tiro después de perder en el hipódromo. Ayer no fue al hipódromo, porque no era domingo". En tono de intencionada despreocupación agregó: "¿Qué carrerista va a matarse en vísperas de carreras?"
    ¿Quiénes quedaban? " ¿Amenábar? No veo por qué iba a hacerlo. Para suicidarse hay que estar en la rueda de la vida, como dicen en Oriente. En la carrera de los afanes. O haber estado y sentir desilusión y amargura. Si no se dejó atrapar nunca por el juego de ilusiones ¿por qué tendría ahora ese arranque?" En cuanto a Carlota, la única falta de coherencia que le conocía era Salcedo. Algo que lo concernía tan íntimamente quizá lo descalificara para juzgar. Si la imaginaba triste y arrepentida hasta el punto de suicidarse, caería en la clásica, y sin duda errónea, suposición de todo amante abandonado. Pensó después en Arribillaga y en sus ambiciones, acaso incompatibles: un perfecto caballero y un popular caudillo político. Por cierto, el más frecuente modelo de perfecto caballero es un aspirante a matón siempre listo a dar estocadas al primero que ponga en duda su buen nombre y también dispuesto a defender, sin el menor escrúpulo, sus intereses. Es claro que el pobre Arribillaga quería ser un caballero auténtico y un político merecidamente venerado por el pueblo y tal vez ahora mismo jugara con la idea de empuñar el volante de su Pierce Arrow y darse una vuelta por la fábrica de Vasena y arengar a los obreros huelguistas. ¿Y Perucho Salcedo? "Supongamos que no fue el que llamó por teléfono: ¿tenía alguna razón para suicidarse? ¿Un flanco débil? ¿La deslealtad con un amigo? Birlar la mujer del amigo ¿es algo serio? Además ¿cómo opinar sin saber cuál fue la participación de la mujer en el episodio?" Se dijo: "Mejor no saberlo".
    A lo largo del día, de la noche y de los tres días más que pasó en el campo, Arturo muchas veces reflexionó sobre las razones que pudo tener cada uno de los amigos, para matarse. En algún momento se abandonó a esperanzas no del todo justificadas. Se dijo que tal vez fuera más fácil encontrar un malentendido en la comunicación telefónica del viernes, que una razón para matarse en cualquiera de ellos. Sin duda la comunicación fue confusa, pero el sentido de algunas frases era evidente y no dejaba muchas esperanzas: "Imagino cómo te caerá la noticia", "encontraron el cuerpo en la gruta de la Recoleta", "se pegó un balazo". También se dijo que llevado por una impaciencia estúpida emprendió esa investigación y que más valía no seguirla. Quizá fuera menos desdichado mientras no identificara al muerto.
    En la última noche, en un sueño, vio un salón ovalado, con cinco puertas, que tenían arriba una inscripción en letras góticas. Las puertas eran de madera rubia, labrada, y todo resplandecía a la luz de muchas lámparas. Porque era miope debió acercarse para leer, sobre cada puerta, el nombre de uno de sus amigos. La puerta que se abriera correspondería al que se había matado. Con mucho temor apoyó el picaporte de la primera, que no cedió, y después repitió el intento con las demás. Se dijo: "Con todas las demás", pero estaba demasiado confuso como para saberlo claramente. En realidad no deseaba encontrar la puerta que cediera.
    A la mañana le dijeron que se había levantado la huelga y que los trenes corrían. Viajó en el de las doce y diez.
    Apenas pasadas las cinco, bajaba del tren, salía de Constitución, tomaba un automóvil de alquiler. Aunque nada deseaba tanto como llegar a su casa, dijo al hombre:
    A Soler y Aráoz, por favor.
    En ese instante había sabido cuál de los amigos era el muerto. La brusca revelación lo aturdió. El chófer trató de entablar conversación: preguntó desde cuándo faltaba de la capital y comentó que, según decían algunos diarios, se había levantado la huelga, lo que estaba por verse. Quizás en voz alta Arturo pensó en el suicida. Murmuró:
    Qué tristeza.
    No le quedó recuerdo alguno del momento en que bajó del coche y caminó hacia la casa. Recordó, en cambio, que abrió el portón del jardín y que la puerta de adentro estaba abierta y que de pronto se encontró en la penumbra de la sala, donde Carlota y los padres de Amenábar estaban sentados, inmóviles, alrededor de la mesita del té. Al ver a su amiga, Arturo sintió emoción y alivio, como si hubiera temido por ella. Trabajosamente se levantaron la señora y el señor. Hubo saludos; no palmadas ni abrazos. Ya se preguntaba si lo que había imaginado sería falso, cuando Carlota murmuró:
    Traté de avisarte, pero no conseguí comunicación.
    Creo que me llamó Salcedo. No estoy seguro. Se oía muy mal.
    La señora le sirvió una taza de té y le ofreció tostadas y galletitas. Después de un rato anunció Carlota:
    Es tarde. Tengo que irme.
    Te acompañodijo Arturo.
    ¿Por qué se van tan pronto?preguntó la señora. Mi hijo no puede tardar.
    Cuando salieron, explicó la muchacha:
    La madre se niega a creer que el hijo ha muerto. Me parece natural. Es lo que todos sentimos. ¿Por qué no quiso vivir?
    Amenábar era el único de nosotros que no se permitía incoherencias.

    Adolfo Bioy Casares

    La Trama Celeste


    Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (una aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquinaLas aventuras del capitán Morris firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.

    LAS AVENTURAS DEL CAPITAN MORRIS

    Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:

    Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
    ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
    pero la tumba de Arturo es desconocida.

    También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados "pases", que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.

    Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.

    Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio." Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.

    Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo tranquila, pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.

    Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.

    Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilacionesera el teniente Kramer y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:

    ¿Hablo?

    Le dije que hablara. Continuó:

    El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.

    Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:

    A sus órdenes.

    ¿Cuándo irá?preguntó Kramer.

    Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas...

    Lo dejarándeclaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto.

    Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:

    ¿Sabes quién es la única persona que te interesa?

    Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo.

    Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscriptaen griego, en latín y en españolla sentencia "Conócete a ti mismo" (nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.

    Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.

    Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.

    Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.

    El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negromuy peinado, reluciente, de mirada sagaz.

    Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó:

    Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.

    Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:

    Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias asímiró con gravedad a los dos hombresprefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.

    Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que "si no tenía apuro" me quedara un rato.

    No quiero olvidarmecontinuó. Gracias por los libros.

    Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores, no el de mandar libros a Ireneo.

    Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugaresEl Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egiptoque irradiaran corrientes capaces de provocarlos.

    En sus labios, "el Valle de los Reyes" me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía.

    Son las teorías del cura Moreaurepuso Morris. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres . . .

    Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.

    No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después un irnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales.

    Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!

    Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde.

    Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman.

    Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como El fulgor y el poder y la dulzura de los varones del Sur.

    Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio.

    Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.

    Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.

    Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria.

    Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo.

    Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía "el esquema clásico de sus pruebas".

    Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguetel 309monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes"como lo había hecho hoy", dibujó el esquema"el mismo que yo tenía en el bolsillo". Después se entretuvo en complicarlo; después"en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente"imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.

    El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó, para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, "nada del otro mundo, te aseguro". Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba "lleno" y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su "nuevo esquema de prueba".

    Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el "compadrito" peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir "qué vergüenza, voy a perder el conocimiento", embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso. . . Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.

    Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón, durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez. .. De esto hablaré mas adelante.

    La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.

    Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre "como es debido", entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: "Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda."

    Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:

    Su nombre?

    No le sorprendió esta pregunta. Pensó: "mero formulismo". Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía.

    Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo:

    Podía inventar algo menos increíble.Ordenó al soldado de la máquina: Escriba, no más.

    ¿Nacionalidad?

    Argentinoafirmó sin vacilaciones.

    ¿Pertenece al ejército?

    Tuvo una ironía:

    Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.

    Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).

    Continuó:

    Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.

    ¿Con base en Montevideo?preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.

    En Palomarrespondió Morris.

    Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz.

    ¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a "entrar en ese juego absurdo". A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, "y no es fea, me entendés"; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad.

    Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.

    A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que "después de una conmoción, el hombre no es el mismo" y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:Vení, hermano.

    Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:

    Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?

    La voz era insidiosa. Morris dice que esperóesperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma. . . Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:

    Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.

    Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía "A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro."

    Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un librouno de los libros que yo le habría enviado estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.

    Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino.

    Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, "y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son". La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. "¿Me creen espía?", preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: "Creen que ha venido de algún país hermano." Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: "El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes." Agregó: "Un detalle imperdonable", y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.

    A los pocos días la enfermera le comunicó: "Se ha comprobado que diste un domicilio falso." Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla.

    La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.

    Con tu insistencia de que sos argentinodijo la mujerayudás a los que reclaman tu muerte.

    Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria "el desamparo que sienten los que visitan otros países". Pero seguía no temiendo nada.

    La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. "Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta." La mujer le pidió que "reconociera" que no era argentino. "Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa." Opuso dificultades:

    Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa.

    No importaafirmó la enfermera. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.

    Al otro día un oficial  fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:

    Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.

    Morris me explicó:

    No me quedaba nada que perder...

    "Para ver lo que sucedía", le dijo al oficial:

    Confieso que soy uruguayo.

    A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:Si era otra mujer, la azoto.

    Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.

    Me dijo francamenteaseguró Morris: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente.

    El señor no vendrá al hospitaldijo la enfermera.

    Entonces no hay nada que hacerrespondió Morris, con alivio.

    La enfermera siguió:

    La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.

    Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.

    Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.

    La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor.

    ¿Tenés el papel?le pregunté.

    Sí, creo que sírespondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.

    Era un papelito azul; la direcciónMárquez 6890 estaba escrita con letra femenina y firme ("del Sacré-Coeur", declaró Morris, con inesperada erudición).

    ¿Cómo se llama la enfermera?inquirí por simple curiosidad.

    Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:

    La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.

    Continuó su relato:

    Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir.

    Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió.

    Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche.

    Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.

    ¿Debías esperar afuera o adentro?interrogué.

    El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua.

    Apareció "un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación" y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía "el anillo del convivio".

    ¿El anillo del qué?... preguntó Morris. Y continuó explicándome: Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?

    El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:

    Muéstreme ese anillo.

    Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.

    El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: "Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión."

    Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.

    Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971.

    Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.

    Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausenciasu desgraciapara dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes uno seco, otro fugazrítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: "Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi." Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años.

    Grimaldi irrumpió:¿Qué quiere?

    Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía "lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad", y le mandaba regalos para que se fuera.

    ¿Está la señorita Carmen Soares?preguntó Morris, "ganando tiempo".

    Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: "No me ha reconocido."

    En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: "Voy a levantar una denuncia en la seccional." Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.

    Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.

    Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la comisaria.

    Ademásle dijedescubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.

    Eso me tenía sin inquietudrespondió Morris, y continuó el relato:

    Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.

    Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.

    Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.

    Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.

    En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.

    La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:

    La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió .

    Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.

    La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.

    Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse.

    Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella"no hacia el desagradable espía"la promesa de que "las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto". El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.

    Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.

    Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.

    La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:

    Te espero en la Colonia. En cuanto "despegues", enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?

    Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: "Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia." Ignoraba que se despedían.

    Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.

    Esos días fueron bravoscomentó. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.

    Si vos no jugás al trucole dije.

    Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.

    Bueno: poné cualquier juego de naipesrespondió sin inquietarse.

    Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:

    Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado...

    Lo interpreté:

    ¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?

    ¿Cómo adivinaste?no aguardó mi contestación. Continuó el relato:

    Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. "Parecía un duelodijo Morris, un duelo o una ejecución." Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, "un serio competidor del doble-faetón, creeme".

    Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: "Señores, esto se acabó." Por apatía dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba.

    Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.

    Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.

    Completé su pensamiento:

    Una alucinación que tenías en el instante de despertar.

    Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.

    Reflexionó: "Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días."

    Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.

    Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. "Me creerás locome dijo. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.

    Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.

    Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.

    Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal "trabajaba ni había trabajado en el establecimiento".

    La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección "Al margen de los deportes y el turf" le interesaba. "Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste." Le respondieron que nadie le había mandado libros.

    (Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.)

    Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo...

    Pensandoagreguéque si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.

    No pensé en esoafirmó honestamente. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.

    ¿Lo tenés?le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.

    Sírespondió. En lugar seguro.

    Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor.

    Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales  con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial  dictó: "Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar."

    Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era una segunda declaración; "sin embargome dijose notaba algún progreso"; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 ("El número no era 304 aclaró Morris. Era 309"; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine. . . Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.

    Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban comprendió con renovado furorde haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.

    Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.

    Pensé que la situación había mejoradodijo. Los traidores volvían a poner cara de amigos.

    Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: "No creo una palabra de las acusaciones, hermano." Se abrazaron, efusivos. Algún díapensó Morris aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera.

    Me atreví a preguntar

    Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?

    El título no lo recuerdosentenció gravemente. En tu nota está consignado.

    Yo no le había escrito ninguna nota.

    Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:

    La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran "inglesas". Leí:

    Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje "Owen" sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.

    Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.

    Me despedí de Morlis. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.

    Sobre "mi carta" debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el "cambio" de tratamiento y no se ofendió  conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase "Acuso recibo de su atenta"; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector.

    Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.

    Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.

    El "misterio" de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias.

    Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.

    En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es "L'Éternité par les Astres" un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.

    En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.

    Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.

    Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; habíaesa tarde una poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no esta cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria.

    Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. "Siga por Rivadaviame dijeronhasta Cuzco. Después cruce las vías." Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890ni en el resto de la callehay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.

    Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.

    No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.

    Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó:

    ¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?

    Le di la razón.

    Sin embargo, sería importante.. .insistí. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura.

    Tal vezmurmuró, tal vez un...

    ¿Un trapecio?insinué.

    Sí, un trapeciodijo sin convicción.

    ¿Simple o cruzado por una línea?

    Verdadexclamó. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada. . . De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.

    Hablaba animadamente.

    ¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?

    Viejoexclamó con reprimida impaciencia. No me habías pedido que levantara el inventario.

    Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera.

    Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.

    Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

    Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

    El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía.

    Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el "calor tremendo" que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma.

    Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen. . . Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra "Owen", porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre.

    Porque no existieron allí los Morris, en Bolivar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.

    La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.

    Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?

    El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?

    AdemásIdibal, o Iddibalel nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último horresco referensestán los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch...

    Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro

    Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas.

    Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó "L'Éternite par les Astres". Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.

    Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: "Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones." Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.

    Mi teoría es que el "nuevo esquema de prueba" coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).

    Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.

    Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: "Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí." La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: "Kramer se interesa en mí; soy feliz."

    Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por "solicitas manos femeninas". Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos.

    Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera.

    No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.

    Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.

    Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.

    Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.

    C. A. S.

    El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.

    Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.

    Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.

    El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una "fazenda" interesantísima.

    Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris.

    Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista.

    No acompañé a mis amigos a visitar la "fazenda". Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres.. . Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía.

    De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.

    Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.

    Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan.

    La explicación es evidente:

    En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos "pases" con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los "pases", y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa.

    Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue tal vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: "según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales" (Cicerón, Primeras Académicas, II, XVII); 0:

    Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema? [id., id., II, XL].

    Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.

    Adolfo Bioy Casares

     

    El caso de los viejitos voladores

     

     

        Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora.
        El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció "porque el destino lo quiso".
        En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.
        Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más actrativos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.
        En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.
        La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.
        Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.
        "En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas" me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.
        Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre "Ni idea" y "El hombre me suena"), pero finalmente un adolescente me dijo "Es una de las glorias de nuestra literatura". No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: "¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura".
        Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven, confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó: -¿Usted es arqueólogo?
        -No, ¿Por qué?
        -¿No me diga que es escritor?
        -Tampoco.
        -Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.
        -Me parece que usted no le tiene simpatía.
        -¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares.
        Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. "Quisiera preguntarle algo", contesté. "Acabáramos", dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. "¿Está seguro? preguntó.
        "Segurísimo" dije. Me citó ese mismo día en su casa.
        -Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?
        -¿Usted es médico? -me preguntó-. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.
        -¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud?
        -¿De qué operaciones me está hablando?
        -Operaciones quirúrgicas.
        -¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.
        -Entonces, ¿por qué viaja?
        -Porque me dan premios.
        -Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.
        -Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.
        -¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?
        -Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.
        -La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
        -Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran.
        Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.
        -A mí puede decirme cualquier cosa.
        -Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.

     

     

     

     


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