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Obras de Adolfo Bioy Casares
En memoria de Paulina
Siempre quise a Paulina. En
uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura
glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo:
Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas,
me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado,
porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan
milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma
del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron.
"Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un
apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno:
Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de
Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún
hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser,
como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza,
de la negligencia, de la vanidad.
La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a
esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de
Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y
perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas
veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para
trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que
nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.
Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos
como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros
una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y
a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué
amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .
A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos.
Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de
casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que
Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.
La víspera, Montero me había visitado por primera vez.
Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la
obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita
yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento
que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si
el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable
porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos.
La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada
melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista,
de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada
persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una
suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y
enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia
el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode
con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.
Cuando logré apartarlo de los problemas de su
argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.
-Vuelva mañana por la tarde-le dije-. Le presentaré a
algunos.
Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la
invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la
puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que
hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del
portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la
misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de
luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo.
Montero lo vio de noche.
-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos
del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.
Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la
tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de
piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo
salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró
que simbolizaba la pasión .
Paulina puso el caballito en un estante de la
biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le
dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.
Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían
ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un
inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía
tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía
doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la
distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo;
lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros
que llevaríamos. Después de un r ato de proyectos, admitimos que yo tendría que
renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente
que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.
Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía
feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para
dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible.
Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso,
fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que
nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a
Paulina hasta su casa.
Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los
ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina
había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. Cómo anhelé decirle que
la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y
absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle
mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida
gratitud.
Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja
tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía
que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de
la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina,
buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero
estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el
poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el
pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:
-Paulina está mostrando la casa a Montero.
Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y
simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan
entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina
y con Montero.
Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y
lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y
Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:
-Es muy tarde. Me voy.
Montero intervino rápidamente:
-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.
-Yo también te acompañaré-respondí.
Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que
los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.
Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el
caballito chino. Le dije:
-Has olvidado mi regalo.
Subí al departamento y volví con la estatuita . Los
encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a
Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la
conversación prescindí ostensiblemente de Montero.
No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina,
insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura,
probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy
un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la
incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé:
una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con
odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.
Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después
del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que
no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.
Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina
hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.
Al verla, exclamé:
-Estás cambiada.
-Si-respondió-. Cómo nos conocemos! No necesito hablar
para que sepas lo que siento.
Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.
-Gracias-contesté.
Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de
Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me
abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las
palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta
posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:
-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados
Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina
continuó.
-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le
juré que, por un tiempo, no te vería.
Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me
tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué
expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja.
Paulina agregó:
-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no
molestarnos.
-¿Quién?-pregunté.
En seguida temí-como si nada hubiera ocurrido-que
Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan
juntas.
Paulina contestó con naturalidad:
-Julio Montero.
La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en
aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por
primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:
-¿Van a casarse?
No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.
Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había
una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me
equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a
mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto
la espantosa Verdad.
Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me
acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había
leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .
Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me
parecía imposible seguir viviendo esa tarde.
Durante años la recordé y como prefería los dolorosos
momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior
soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En
esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los
hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado,
sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me
tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego,
recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre
pronunciado.
Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los
preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde
me visitó Paulina.
Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré
de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La
tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:
-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré
más que a nadie.
Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía
que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber
pronunciado palabras que entrañaran-si no para mí, para un testigo
imaginario-una intención desleal, agregó rápidamente:
-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy
enamorada de Julio.
Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado
era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor,
o amistad, no se acordó.
Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí
tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata,
la lluvia.
-Buscaré un taxímetro-dije.
Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:
-Adiós, querido.
Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me
volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín.
El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio.
Era Montero.
Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre
un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el
vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.
Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con
frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los
peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.
Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el
viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.
Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra
evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta
los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que
se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me
pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que
yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del
primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.
La tarde que llegué de Europa volví a pensar en
Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran
demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve
respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja
que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían
secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más
íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana,
la luz de Buenos Aires.
A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un
kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa
cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo-seis meses por lo
menos-yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí,
tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como .siempre:
-¿,Tostado o blanco'?
Le contesté, como siempre:
-Blanco.
Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy
frío.
Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el
fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.
Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in
diferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina.
Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez
todo el dolor de haberla perdido.
Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la
puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría
el café, abrí, distraídamente.
Luego-ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o
muy breve-Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo,
con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me
parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde)
que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de
la mano ("La mano!", me dijo. "Ahora!") me abandoné a la
dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas
también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía.
Interpreté esa lluvia-que era el mundo entero surgiendo, nuevamente-como una
pánica expansión de nuestro amor.
La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que
Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella
hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica
pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de
encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la
inconfundible vulgaridad.
Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la
sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la
habían cambiado.
Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial
penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de
ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de
Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que
me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.
Paulina dijo:
-Me voy. Julio me espera.
Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y
de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros
tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había
ido.
Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a
llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta,
sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La
calle estaba seca.
Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía
ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me
acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de
un pan.
No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería
hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud
me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa
tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así.
Yo mismo
lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas
hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)
Me parecía imposible tener que esperar hasta el día
siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma
noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no
podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo-Luis Alberto Morgan me pareció el
más indicado-y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina
durante mi ausencia.
Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir.
Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto
a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la
impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que
uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.
No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía
demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en
la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.
Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si
encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro
era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la
abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que
las almas quizá no comparten.
¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una
ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a
Paulina?
Elegí una imagen de esa tarde-Paulina ante la oscura y
tersa profundidad del espejo-y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una
revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme
a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades
caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga
penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.
Muchas imágenes, animadas de inevitable energía,
pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el
borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina,
apareció el caballito de piedra verde.
La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo
después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la
había regalado a Paulina hacía dos años.
Me dije que se trataba de una superposición de
recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de
Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme.
Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría
después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana
estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".
Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el
espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En
casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o
en las mías).
Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. E1
espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en
el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la
habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el
caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La
biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo
personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés,
noté que ese personaje era yo.
Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes),
como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su
tristeza. Desperté llorando.
No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue
inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con
fidelidad las escenas de la tarde.
Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano
y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó
mi angustia.
Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me
vestí despacio.
Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la
guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero.
Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la
antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los
padres de Paulina.
No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré
del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para
disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.
Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las
once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o
atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o
al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia
una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba
descalza por el pasto húmedo.
Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme
tazón, que sostenía con ambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y, flotando,
algún pedazo de pan.
-¿Dónde vive Montero?-le pregunté.
Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo
de la taza los pedazos de pan.
-Montero está preso-contestó.
No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:
-¿Cómo? ¿Lo ignoras?
lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese
detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el
conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz
ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la
monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.
Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que
Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la
siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un
automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los
lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no
había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior
a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.
En los momentos más terribles de la vida solemos caer
en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos
ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a
Morgan:
-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de
mi viaje?
Morgan se acordaba. Continué:
-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi
dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?
-Nada-contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin
embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.
Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero.
Afectando indiferencia, le pregunté:
-¿Sabe que murió la señorita Paulina?
-¿Cómo no voy a saberlo?-respondió-. Todos los diarios
hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.
El hombre me miró inquisitivamente.
-¿Le ocurre algo?-dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que
lo acompañe?
Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un
vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas,
del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo,
en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: "
Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con
Montero había sido un equivocación- una equivocación atroz-y que nosotros
éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro
destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro:
Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el
momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de
ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".
Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido
tanto. Nunca estuvimos tan cerca.
Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y
triste cuando me pregunté-mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple
hábito de proponer alternativas, se preguntó-si no habría otra explicación para
la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por
desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación
aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.
Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No
hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi
rival.
La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me
hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el
jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones-¿cómo ese
hombre entendería la pureza de Paulina?-la mató a la madrugada.
Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita,
representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió
allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí
entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para
obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la
lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina-en la víspera de mi viaje-no
oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su
cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover.
Después me encontré con que la calle estaba seca.
Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en
casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso
apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, por que Montero no me
imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera
conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no
es propio de Paulina. Además, hablaba como él.
Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío
es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera
desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la
convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido
indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano-en el supuesto
momento de la reunión de nuestras almas-obedecí a un ruego de Paulina que ella
nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.
Nóumeno
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Probablemente
fue Carlota la que tuvo la idea. Lo cierto es que todos la aceptaron, aunque
sin ganas. Era la hora de la siesta de un día muy caluroso, el 8 o el 9 de
enero. En cuanto al año, no caben dudas: 1919. Los muchachos no sabían qué
hacer y decían que en la ciudad no había un alma, porque algunos amigos ya
estaban veraneando. Salcedo convino en que el Parque Japonés quedaba cerca.
Agregó: |
Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (una aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquinaLas aventuras del capitán Morris firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.
LAS AVENTURAS DEL CAPITAN MORRIS
Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:
Ésta
es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.
También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados "pases", que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.
Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio." Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.
Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo tranquila, pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.
Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.
Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilacionesera el teniente Kramer y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:
¿Hablo?
Le dije que hablara. Continuó:
El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.
Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:
A sus órdenes.
¿Cuándo irá?preguntó Kramer.
Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas...
Lo dejarándeclaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto.
Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:
¿Sabes quién es la única persona que te interesa?
Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo.
Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscriptaen griego, en latín y en españolla sentencia "Conócete a ti mismo" (nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.
Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.
Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.
Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.
El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negromuy peinado, reluciente, de mirada sagaz.
Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó:
Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.
Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:
Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias asímiró con gravedad a los dos hombresprefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.
Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que "si no tenía apuro" me quedara un rato.
No quiero olvidarmecontinuó. Gracias por los libros.
Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores, no el de mandar libros a Ireneo.
Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugaresEl Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egiptoque irradiaran corrientes capaces de provocarlos.
En sus labios, "el Valle de los Reyes" me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía.
Son las teorías del cura Moreaurepuso Morris. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres . . .
Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.
No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después un irnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales.
Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!
Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde.
Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman.
Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como El fulgor y el poder y la dulzura de los varones del Sur.
Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio.
Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.
Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.
Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria.
Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo.
Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía "el esquema clásico de sus pruebas".
Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguetel 309monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes"como lo había hecho hoy", dibujó el esquema"el mismo que yo tenía en el bolsillo". Después se entretuvo en complicarlo; después"en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente"imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.
El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó, para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, "nada del otro mundo, te aseguro". Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba "lleno" y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su "nuevo esquema de prueba".
Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el "compadrito" peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir "qué vergüenza, voy a perder el conocimiento", embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso. . . Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.
Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón, durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez. .. De esto hablaré mas adelante.
La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.
Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre "como es debido", entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: "Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda."
Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:
Su nombre?
No le sorprendió esta pregunta. Pensó: "mero formulismo". Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía.
Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo:
Podía inventar algo menos increíble.Ordenó al soldado de la máquina: Escriba, no más.
¿Nacionalidad?
Argentinoafirmó sin vacilaciones.
¿Pertenece al ejército?
Tuvo una ironía:
Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.
Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).
Continuó:
Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.
¿Con base en Montevideo?preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.
En Palomarrespondió Morris.
Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz.
¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a "entrar en ese juego absurdo". A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, "y no es fea, me entendés"; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad.
Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.
A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que "después de una conmoción, el hombre no es el mismo" y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:Vení, hermano.
Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:
Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?
La voz era insidiosa. Morris dice que esperóesperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma. . . Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:
Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.
Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía "A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro."
Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un librouno de los libros que yo le habría enviado estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.
Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino.
Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, "y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son". La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. "¿Me creen espía?", preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: "Creen que ha venido de algún país hermano." Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: "El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes." Agregó: "Un detalle imperdonable", y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.
A los pocos días la enfermera le comunicó: "Se ha comprobado que diste un domicilio falso." Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla.
La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.
Con tu insistencia de que sos argentinodijo la mujerayudás a los que reclaman tu muerte.
Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria "el desamparo que sienten los que visitan otros países". Pero seguía no temiendo nada.
La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. "Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta." La mujer le pidió que "reconociera" que no era argentino. "Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa." Opuso dificultades:
Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa.
No importaafirmó la enfermera. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.
Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:
Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.
Morris me explicó:
No me quedaba nada que perder...
"Para ver lo que sucedía", le dijo al oficial:
Confieso que soy uruguayo.
A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:Si era otra mujer, la azoto.
Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.
Me dijo francamenteaseguró Morris: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente.
El señor no vendrá al hospitaldijo la enfermera.
Entonces no hay nada que hacerrespondió Morris, con alivio.
La enfermera siguió:
La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.
Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.
Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.
La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor.
¿Tenés el papel?le pregunté.
Sí, creo que sírespondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.
Era un papelito azul; la direcciónMárquez 6890 estaba escrita con letra femenina y firme ("del Sacré-Coeur", declaró Morris, con inesperada erudición).
¿Cómo se llama la enfermera?inquirí por simple curiosidad.
Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:
La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.
Continuó su relato:
Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir.
Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió.
Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche.
Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.
¿Debías esperar afuera o adentro?interrogué.
El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua.
Apareció "un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación" y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía "el anillo del convivio".
¿El anillo del qué?... preguntó Morris. Y continuó explicándome: Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?
El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:
Muéstreme ese anillo.
Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.
El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: "Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión."
Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.
Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971.
Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.
Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausenciasu desgraciapara dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes uno seco, otro fugazrítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: "Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi." Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años.
Grimaldi irrumpió:¿Qué quiere?
Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía "lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad", y le mandaba regalos para que se fuera.
¿Está la señorita Carmen Soares?preguntó Morris, "ganando tiempo".
Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: "No me ha reconocido."
En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: "Voy a levantar una denuncia en la seccional." Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.
Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.
Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la comisaria.
Ademásle dijedescubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.
Eso me tenía sin inquietudrespondió Morris, y continuó el relato:
Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.
Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.
Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.
Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.
En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.
La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:
La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió .
Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.
La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.
Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse.
Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella"no hacia el desagradable espía"la promesa de que "las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto". El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.
Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.
Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.
La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:
Te espero en la Colonia. En cuanto "despegues", enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?
Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: "Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia." Ignoraba que se despedían.
Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.
Esos días fueron bravoscomentó. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.
Si vos no jugás al trucole dije.
Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.
Bueno: poné cualquier juego de naipesrespondió sin inquietarse.
Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:
Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado...
Lo interpreté:
¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?
¿Cómo adivinaste?no aguardó mi contestación. Continuó el relato:
Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. "Parecía un duelodijo Morris, un duelo o una ejecución." Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, "un serio competidor del doble-faetón, creeme".
Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: "Señores, esto se acabó." Por apatía dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba.
Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.
Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.
Completé su pensamiento:
Una alucinación que tenías en el instante de despertar.
Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.
Reflexionó: "Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días."
Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.
Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. "Me creerás locome dijo. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.
Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.
Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.
Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal "trabajaba ni había trabajado en el establecimiento".
La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección "Al margen de los deportes y el turf" le interesaba. "Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste." Le respondieron que nadie le había mandado libros.
(Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.)
Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo...
Pensandoagreguéque si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.
No pensé en esoafirmó honestamente. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.
¿Lo tenés?le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.
Sírespondió. En lugar seguro.
Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor.
Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial dictó: "Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar."
Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era una segunda declaración; "sin embargome dijose notaba algún progreso"; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 ("El número no era 304 aclaró Morris. Era 309"; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine. . . Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.
Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban comprendió con renovado furorde haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.
Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.
Pensé que la situación había mejoradodijo. Los traidores volvían a poner cara de amigos.
Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: "No creo una palabra de las acusaciones, hermano." Se abrazaron, efusivos. Algún díapensó Morris aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera.
Me atreví a preguntar
Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?
El título no lo recuerdosentenció gravemente. En tu nota está consignado.
Yo no le había escrito ninguna nota.
Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:
La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran "inglesas". Leí:
Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje "Owen" sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.
Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.
Me despedí de Morlis. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.
Sobre "mi carta" debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el "cambio" de tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase "Acuso recibo de su atenta"; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector.
Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.
Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.
El "misterio" de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias.
Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.
En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es "L'Éternité par les Astres" un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.
En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.
Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.
Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; habíaesa tarde una poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no esta cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria.
Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. "Siga por Rivadaviame dijeronhasta Cuzco. Después cruce las vías." Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890ni en el resto de la callehay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.
Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.
No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.
Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó:
¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?
Le di la razón.
Sin embargo, sería importante.. .insistí. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura.
Tal vezmurmuró, tal vez un...
¿Un trapecio?insinué.
Sí, un trapeciodijo sin convicción.
¿Simple o cruzado por una línea?
Verdadexclamó. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada. . . De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.
Hablaba animadamente.
¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?
Viejoexclamó con reprimida impaciencia. No me habías pedido que levantara el inventario.
Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera.
Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.
Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:
Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.
El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía.
Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el "calor tremendo" que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma.
Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen. . . Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra "Owen", porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre.
Porque no existieron allí los Morris, en Bolivar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.
La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.
Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?
El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?
AdemásIdibal, o Iddibalel nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último horresco referensestán los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch...
Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro
Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas.
Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó "L'Éternite par les Astres". Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.
Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: "Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones." Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.
Mi teoría es que el "nuevo esquema de prueba" coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).
Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.
Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: "Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí." La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: "Kramer se interesa en mí; soy feliz."
Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por "solicitas manos femeninas". Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos.
Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera.
No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.
Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.
Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.
Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.
C. A. S.
El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.
Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.
Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.
El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una "fazenda" interesantísima.
Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris.
Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista.
No acompañé a mis amigos a visitar la "fazenda". Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres.. . Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía.
De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.
Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.
Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan.
La explicación es evidente:
En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos "pases" con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los "pases", y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa.
Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue tal vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: "según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales" (Cicerón, Primeras Académicas, II, XVII); 0:
Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema? [id., id., II, XL].
Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.
Adolfo Bioy Casares
El caso de los viejitos voladores
Un
diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la
cámara que nombrara una comisión investigadora.
El legislador había advertido, primero sin alegría, por
último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en
todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco
menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo
encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció "porque el destino
lo quiso".
En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía
otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al
diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.
Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una
organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble,
pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de
jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más actrativos, más convenientes?
De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el
caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la
familia.
En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la
molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general,
la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se
le mira la boca.
La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa
para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el
brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un
investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a
esta oficina.
Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de
qué líneas viajó en mayo y en junio.
"En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas" me
contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no
tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos
personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.
Proseguí las investigaciones, con resultados poco
estimulantes al principio (la contestación variaba entre "Ni idea" y
"El hombre me suena"), pero finalmente un adolescente me dijo
"Es una de las glorias de nuestra literatura". No sé cómo uno se mete
de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del
menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San
Benito, me contestaran: "¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de
nuestra literatura".
Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven,
confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó: -¿Usted es
arqueólogo?
-No, ¿Por qué?
-¿No me diga que es escritor?
-Tampoco.
-Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el
señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los
escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy
molesto.
-Me parece que usted no le tiene simpatía.
-¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión
no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven.
Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan
indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de
ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen
reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o
similares.
Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa,
invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué
deseaba hablar con él. "Quisiera preguntarle algo", contesté.
"Acabáramos", dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la
pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. "¿Está seguro? preguntó.
"Segurísimo" dije. Me citó ese mismo día en su
casa.
-Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué
viaja tanto?
-¿Usted es médico? -me preguntó-. Sí, viajo demasiado y sé
que me hace mal, doctor.
-¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que
le devolverán la salud?
-¿De qué operaciones me está hablando?
-Operaciones quirúrgicas.
-¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las
hicieran.
-Entonces, ¿por qué viaja?
-Porque me dan premios.
-Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los
premios.
-Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno
le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.
-¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?
-Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería
una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me
premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.
-La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
-Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días
sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no
escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad,
llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas
que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran.
Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y
no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado
puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro
regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los
carcoma.
-A mí puede decirme cualquier cosa.
-Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si
continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le
participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no
me quedan fuerzas para aguantar otro premio.
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