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El hombre empezaba a aventurarse, en el sentido casi exacto de la palabra, por otros mundos.
La exploración subsiguiente de la Tierra fue una empresa mundial, incluyendo viajes de ida y vuelta a China y Polinesia. La culminación fue sin duda el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, y los viajes de los siglos siguientes, que completaron la exploración geográfica de la Tierra. El primer viaje de Colón está relacionado del modo más directo con los cálculos de Eratóstenes. Colón estaba fascinado por lo que llamaba la "Empresa de la Indias", un proyecto para llegar al Japón, China y la India, no siguiendo la costa de África y navegando hacia el Oriente, sino lanzándose audazmente dentro del desconocido océano occidental; o bien como Eratóstenes había dicho con asombrosa preciencia: "pasando por mar de Iberia a la India".
Colón había sido un vendedor ambulante de mapas viejos y un lector asiduo de libros escritos por antiguos geógrafos, como Eratóstenes, Estrabón y Tolomeo, o de libros que trataran de ellos. Pero para que la Empresa de las Indias fuera posible, para que las naves y sus tripulaciones sobrevivieran al largo viaje, la Tierra tenía que ser menor de lo que Eratóstenes había dicho. Por lo tanto Colón hizo trampa con sus cálculos, como indicó muy correctamente la facultad de la Universidad de Salamanca que los examinó. Utilizó la menor circunferencia posible de la Tierra y la mayor extensión hacia el este de Asia que pudo encontrar en todos los libros de que disponía, y luego exageró incluso estas cifras. De no haber estado las Américas en medio del camino, las expediciones de Colón habrían fracasado rotundamente.
La Tierra está en la actualidad explorada completamente. Ya no puede prometer nuevos continentes o tierras perdidas. Pero la tecnología que nos permitió explorar y habitar las regiones más remotas de la Tierra nos permite ahora abandonar nuestro planeta, aventuramos en el espacio y explorar otros mundos. Al abandonar la Tierra estamos en disposición de observarla desde lo alto, de ver su forma esférica sólida, de dimensiones eratosténicas, y los perfiles de sus continentes, confirmando que muchos de los antiguos cartógrafos eran de una notable competencia. Qué satisfacción habrían dado estas imágenes a Eratóstenes y a los demás geógrafos alejandrinos!
Fue en Alejandría, durante los seiscientos años que se iniciaron hacia el 300 a. de C., cuando los seres humanos emprendieron, en un sentido básico, la aventura intelectual que nos ha llevado a las orillas del espacio. Pero no queda nada del paisaje y de las sensaciones de aquella gloriosa ciudad de mármol. La opresión y el miedo al saber han arrasado casi todos los recuerdos de la antigua Alejandría. Su población tenía una maravillosa diversidad. Soldados macedonios y más tarde romanos, sacerdotes egipcios, aristócratas griegos, marineros fenicios, mercaderes judíos, visitantes de la India y del África subsahariana -todos ellos, excepto la vasta población de esclavos- vivían juntos en armonía y respeto mutuo durante la mayor parte del período que marca la grandeza de Alejandría.
La ciudad fue fundada por Alejandro Magno y construida por su antigua guardia personal. Alejandro estimuló el respeto por las culturas extrañas y una búsqueda sin prejuicios del conocimiento. Según la tradición -y no nos importa mucho que esto fuera o no cierto- se sumergió debajo del mar Rojo en la primera campana de inmersión del mundo. Animó a sus generales y soldados a que se casaran con mujeres persas e indias. Respetaba los dioses de las demás naciones. Coleccionó formas de vida exóticas, entre ellas un elefante destinado a su maestro Aristóteles. Su ciudad estaba construida a una escala suntuosa, porque tenía que ser el centro mundial del comercio, de la cultura y del saber. Estaba adornada con amplias avenidas de treinta metros de ancho, con una arquitectura y una estatuaria elegante, con la tumba monumental de Alejandro y con un enorme faro, el Faros, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Pero la maravilla mayor de Alejandría era su biblioteca y su correspondiente museo (en sentido literal, una institución dedicada a las especialidades de las Nueve Musas). De esta biblioteca legendaria lo máximo que sobrevive hoy en día es un sótano húmedo y olvidado del Serapeo, el anexo de la biblioteca, primitivamente un templo que fue reconsagrado al conocimiento. Unos pocos estantes enmohecidos pueden ser sus únicos restos físicos. Sin embargo, este lugar fue en su época el cerebro y la gloria de la mayor ciudad del planeta, el primer auténtico instituto de investigación de la historia del mundo. Los eruditos de la biblioteca estudiaban el Cosmos entero. Cosmos es una palabra griega que significa el orden del universo. Es en cierto modo lo opuesto a Caos. Presupone el carácter profundamente interrelacionado de todas las cosas. Inspira admiración ante la intrincada y sutil construcción del universo. Había en la biblioteca una comunidad de eruditos que exploraban la física, la literatura, la medicina, la astronomía, la geografía, la filosofía, las matemáticas, la biología y la ingeniería. La ciencia y la erudición habían llegado a su edad adulta. El genio florecía en aquellas salas. La Biblioteca de Alejandría es el lugar donde los hombres reunieron por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo.
Además de Eratóstenes, hubo el astrónomo Hiparco, que Los reyes griegos de Egipto que sucedieron a Alejandro tenían ideas muy serías sobre el saber. Apoyaron durante siglos la investigación y mantuvieron la biblioteca para que ofreciera un ambiente adecuado de trabajo a las mejores mentes de la época. La biblioteca constaba de diez grandes salas de investigación, cada una dedicada a un tema distinto; había fuentes y columnatas, jardines botánicos, un zoo, salas de disección, un observatorio, y una gran sala comedor donde se llevaban a cabo con toda libertad las discusiones críticas de las ideas.
El núcleo de la biblioteca era su colección de libros. Los organizadores escudriñaron todas las culturas y lenguajes del mundo. Enviaban agentes al exterior para comprar bibliotecas. Los buques de comercio que arribaban a Alejandría eran registrados por la policía, y no en busca de contrabando, sino de libros. Los rollos eran confiscados, copiados y devueltos luego a sus propietarios. Es difícil de estimar el número preciso de libros, pero parece probable que la biblioteca contuviera medio millón de volúmenes, cada uno de ellos un rollo de papiro escrito a mano. ¿Qué destino tuvieron todos estos libros? La civilización clásica que los creo acabó desintegrándose y la biblioteca fue destruida deliberadamente. Sólo sobrevivió una pequeña fracción de sus obras, junto con unos pocos y patéticos fragmentos dispersos. Y qué tentadores son estos restos y fragmentos. Sabemos por ejemplo que en los estantes de la biblioteca había una obra del astrónomo Aristarco de Samos quien sostenía que la Tierra es uno de los planetas, que orbita el Sol como ellos, y que las estrellas están a una enorme distancia de nosotros. Cada una de estas conclusiones es totalmente correcta, pero tuvimos que esperar casi dos mil años para redescubrirlas. Si multiplicamos por cien mil nuestra sensación de privación por la pérdida de esta obra de Aristarco empezaremos a apreciarla grandeza de los logros de la civilización clásica y la tragedia de su destrucción.
Hemos superado en mucho la ciencia que el mundo antiguo conocía, pero hay lagunas irreparables en nuestros conocimientos históricos. Imaginemos los misterios que podríamos resolver sobre nuestro pasado si dispusiéramos de una tarjeta de lector para la Biblioteca de Alejandría. Sabemos que había una historia del mundo en tres volúmenes, perdida actualmente, de un sacerdote babilónico llamado Beroso. El primer volumen se ocupaba del intervalo desde la Creación hasta el Diluvio, un período al cual atribuyó una duración de 432 000 años, es decir, cien veces más que la cronología del Antiguo Testamento. Me pregunto cuál era su contenido.
Los antiguos sabían que el mundo es muy viejo. Intentaron investigar este remoto pasado. Sabemos ahora que el Cosmos es mucho más viejo de lo que ellos llegaron a imaginar. Hemos examinado el universo en el espacio y descubierto que vivimos en una mota de polvo que da vueltas a una vulgar estrella situada en el rincón más remoto de una oscura galaxia. Y si somos una mancha en la inmensidad del espacio, ocupamos también un instante en el cúmulo de las edades. Sabemos ahora que nuestro universo -o por lo menos su encarnación más reciente- tiene una edad de unos quince o veinte mil millones de años. Este es el tiempo transcurrido desde un notable acontecimiento explosivo llamado habitualmente big bang (capítulo 10). Galileo Galilei
UN REGALO MUY MAL CORRESPONDIDO
Autor: Mario Pérez Colman - Fuente: Diario La Nación
Vivió en tiempos en que las pruebas científicas podían ser consideradas como subversivas. Sería revindicado mucho después como el hombre que probó las teorías de Copérnico sobre el sistema solar
Si la Inquisición de la leyenda negra no se hubiera cruzado en su camino, Galileo Galilei (1564-1642) sería nada más -y nada menos- que el fundador de la física moderna, el formulador de las leyes de la caída libre de los cuerpos y de la oscilación del péndulo, y el constructor de un centenar de anteojos, uno de los cuales le permitió observar, antes que ningún otro hombre, que la Luna no es plana, sino que posee montañas y cráteres; que el Sol presenta manchas cuyo desplazamiento revela que gira sobre sí mismo; que Venus tiene fases como la Luna, fenómeno que indica un movimiento de rotación en torno del Sol tal como lo pensaba Copérnico; que Júpiter posee lunas y que las estrellas carecen de diámetro aparente...
Pero el hecho de verse forzado a abjurar de la teoría heliocéntrica y aun así sostener ante los inquisidores Eppur, si muove!, lo convirtió, además, en un símbolo de la libertad de pensamiento. Su célebre frase -divisa universal de la heroica porfía en la verdad- acaso no salió nunca de sus labios, ni en aquel miércoles 22 de junio de 1633, durante su abjuración en la sala de honor del convento romano de Santa María Sopra Minerva, ni en ningún otro momento de su vida. Tal vez sea, aquella frase, un mito solamente.
No obstante, pocas veces en la historia se aplica con tanta propiedad como en este caso la sentencia si non e vero e ben trovato, porque, reales o místificadas, las tres palabras que expresan un rapto de suprema rebeldía -Eppur, si muove!- representarían el carácter de Galileo Galilei a la perfección.
El juicio inquisitorial en su contra por defender la teoría copernicana constituye un asunto único en los anales del Santo Oficio, y una paradoja. A Galileo le toca señalar un error en la exégesis de las Escrituras, en tanto que a la Inquisición, guardiana de la doctrina religiosa, le toca indicar por boca de una comisión de teólogos-astrónomos, errores científicos en los argumentos con los cuales Galileo intentaba demostrar el desplazamiento de la tierra alrededor del sol. Galileo no podía demostrar palmariamente el doble movimiento de la Tierra, su órbita anual en torno del Sol y su rotación diaria en torno del eje polar.
Suponía haber encontrado la prueba de tales desplazamientos en las mareas oceánicas, cuyo verdadero origen lo demostraría a su tiempo Newton.
Ya el papa Urbano VIII, cardenal Maffeo Barberini, quien celebró en versos los descubrimientos astronómicos de Galileo, le había planteado a éste la posibilidad de que estuviese equivocado al sostener que las mareas se debían al movimiento de la Tierra.
Por su parte, Galileo había observado acertadamente que sus jueces quizá se equivocaban al considerar que la Biblia proclama el mismo sistema que Ptolomeo (la Tierra inmóvil en el centro del universo) cuando relata el episodio en que las armas de Josué triunfan sobre las huestes de cinco reyes cananeos, combatiendo bajo el Sol milagrosamente detenido en su movimiento alrededor de la Tierra.
"No busquen astronomía en la Biblia -les había dicho a sus jueces- porque ella no pretende decirnos cómo marchan los cielos, sino cómo marchar nosotros hacia el cielo".
Sus ideas exegéticas, según las cuales el movimiento de la Tierra es un fenómeno que no contradice a las Sagradas Escrituras, habían sido expresadas previamente en cuatro cartas. De estas habían circulado innumerables copias, algunas no demasiado fieles a las originales. Levantaron gran polvareda en la comunidad científica, especialmente entre los aristotélicos que, se supone, fueron quienes lo denunciaron a la Congregación del Santo Oficio de Roma.
Galileo había creído, con cierto candor, que todos se rendirían ante lo que él consideraba evidencias virtualmente incontrastables. Siglos más tarde, en 1992, Juan Pablo II subrayó ante la Pontificia Academia de las Ciencias, el error de los jueces de Galileo en la exégesis bíblica. Aquellos teólogos contemporáneos del astrónomo florentino, imbuídos de la concepción unitaria del universo que había imperado hasta principios del siglo XVII en todo el mundo, no habían hecho sino trasplantar al campo de la fe, y tal como los presenta la Biblia, determinados hechos naturales que pertenecen exclusivamente al campo de la observación fáctica.
Galileo, en cambio, había preferido emplear los criterios de San Agustín y creer que el episodio del Sol inmóvil sobre el campo de batalla de Gabaón pudiera no ser literal y, antes bien, encerrar una idea metafórica del sentido último del universo, a cuya comprensión se accede por el camino de la fe.
Con su enfoque exegético, Galileo compatibilizaba -tal como él estaba seguro de haberlo hecho- el Antiguo Testamento y la teoría heliocéntrica de Copérnico, en la que había profundizado. Pero el Tribunal, aunque tenía ideas científicas parecidas a las suyas, tampoco podía comprobar sus propias hipótesis.
En consecuencia, los jueces optaron por la inviolabilidad del texto bíblico, con lo cual erraron. Un tribunal eclesiástico puede, sin embargo, equivocarse sin comprometer la infalibilidad de la Iglesia.
A su tiempo, en 1741, cuando se comprobó el heliocentrismo copernicano, la Iglesia Católica reconoció aquel error suyo en un campo -el científico- donde ella es humanamente falible; su juicio sólo está preservado de error cuando se pronuncia sobre fe y moral a través de las solemnes declaraciones "ex cathedra" del Papa y de los concilios ecuménicos en comunión en con el Sumo Pontífice.
La condena a prisión impuesta a Galileo por el Santo Oficio fue inmediatamente conmutada por Urbano VIII. El tribunal la cambió entonces por reclusión domiciliaria en el jardín de la Trinitá dei Monti, luego en Siena y finalmente en Arcetri, donde pasó los últimos años de su vida, dedicado a sus investigaciones. La condena no fue firmada por el Papa ni emanó del magisterio de la Iglesia, sino de un tribunal.
El pecadillo de Galileo -determinante de tan duro castigo, que incluyó la humillante obligación de leer en voz alta, ante el tribunal, una abjuración que él no había escrito-, consistió básicamente en rechazar una sugerencia de la Inquisición para que se limitara a presentar el sistema copernicano sólo como una hipótesis y sólo mientras no fuera confirmado con pruebas irrefutables.
Galileo inscribió en su historia otra paradoja al resistirse entonces a esa exhortación, que implicaba, de su parte, emplear el método experimental, cuya paternidad le pertence.
El sabio florentino había nacido en una época signada por lo que suele llamarse "la crisis de la conciencia europea", un cambio de mentalidad propiciado por las ideas de Bacon y Descartes, que lo alejaron de la física aristotélica a la hora de construir su cosmología. Básicamente, Galileo Galilei sostenía la existencia de una armonía universal y, por otro lado, postulaba la aplicación de la matemática a los fenómenos observados. Al afirmar que los fenómenos materiales connotan leyes bien definidas y que el objeto de la ciencia es formularlas mediante observaciones cuidadosas y experimentos controlados, Galileo abría camino a la ciencia moderna, al tiempo que no dejaba de ser un ferviente miembro de la Iglesia Católica que, en el siglo XVII, poseía enorme influencia personal, social y estatal.
Bastaría tomar en cuenta esa circunstancia histórica para que la acción del Santo Oficio contra Galileo se advirtiera menos arbitraria y despótica de lo que parece cuando se la observa con los criterios culturales del siglo XX.
Por otra parte, como es evidente, no fue la Inquisición la única en recelar de los descubrimientos de Galileo, que socavaban creencias históricas y por los cuales cayó en desgracia ante el Santo Oficio.
Mucho le costó, por ejemplo, convencer al escéptico dogo de Venecia para que lo acompañara al campanario de San Marcos a fin de probar su anteojo, que aumentaba mil veces el tamaño de las cosas y que las acercaba 30 veces al observador. Sólo la insistente intercesión de un poderoso amigo de Galileo, que dio fe de su honestidad intelectual y de su genio científico.
Desde aquella eminencia enfocó con su artefacto un grupo de torres y las mostró al dogo, cuya primera observación acerca de lo que veía fue que tales torres no eran las de Venecia. Galileo le sugirió que podrían ser las de Padua y el dogo admitió que parecían serlo. Galileo le confirmó entonces que, en efecto, lo eran. El dogo lanzó una imprecación; ahora se negaba a creer lo que veía por el anteojo. No era posible avistar Padua desde Venecia!
Pero Galileo lo persuadió de que sí era posible hacerlo a través de su lente. Convenció al dogo de que sus ojos, auxiliados por el aparato, no lo engañaban. Inmediatamente el señor de Venecia le halló al anteojo una utilidad eminentemente práctica. En la guerra prestaría invalorables servicios. Preguntó a Galileo cuánto costaría ese "chisme". El sabio le respondió que mucha plata, pero que se lo regalaba encantado de servirlo. Y el dogo aceptó el presente con la naturalidad de los poderosos...
Ni un mago que pudiese alcanzar el futuro con un poder como el de ese anteojo, hubiese logrado avizorar en ese instante de gloria la declinación de la estrella de Galileo. Eppur , si muove!.
La visión de un sabio
Imagine la escena. Estamos en 1610; es 7 de enero. Galileo Galilei apunta su telescopio a Júpiter. Nadie lo había hecho antes. Su instrumento no es más potente que un largavistas actual, barato. Pero ve algo inesperado. Pequeñas estrellitas, muy brillantes, que rodean el planeta. Son lunas alrededor de Júpiter. Nadie jamás había visto algo así. Pero Galileo descifra el misterio. Entiende lo que está viendo.
El siguiente es un fragmento del "Sidereus Nuncius", donde el sabio relató el momento del hallazgo:
"En el séptimo día del presente año, 1610, en la primera hora de la siguiente noche, cuando estaba viendo las constelaciones de los cielos a través de un telescopio, el planeta Júpiter se presentó a mi vista [...] Noté una circunstancia que nunca antes había podido ver. Especialmente, que tres estrellas pequeñas pero muy brillantes estaban cerca del planeta [...] Cuando el 8 de enero por alguna fatalidad volví a mirar la misma parte de los cielos encontré un estado de cosas muy diferente. Ahora había tres pequeñas estrellas al oeste de Júpiter [...] De allí concluí y decidí sin dudarlo que hay tres estrellas en los cielos moviéndose alrededor de Júpiter, como Venus y Mercurio alrededor del Sol."
Es muy fácil ver Júpiter desde Buenos Aires en esta época del año. En cuanto oscurece, aparece como una estrella muy brillante. La más brillante del cielo. Con unos prismáticos pequeños se pueden ver perfectamente sus lunas.
Hacia la derecha, una estrella más débil, amarillenta, también aguarda una visita. Es Saturno, el planeta de los anillos.
Una nave de la Tierra -la sonda Cassini que partió en 1997- llegará allí en el año 2004. Entonces una pequeña sonda experimental que viaja con ella descenderá en la misteriosa luna Titán.
En el inicio de este universo no había galaxias, estrellas ni planetas, no había vida ni civilización, sino una única bola de fuego uniforme y radiante que llenaba todo el espacio. El paso del Caos del big bang al Cosmos que estamos empezando a conocer es la transformación más asombrosa de materia y de energía que hemos tenido el privilegio de vislumbrar. Y hasta que no encontremos en otras partes a seres inteligentes, nosotros somos la más espectacular de todas las transformaciones: los descendientes remotos del big bang, dedicados a la comprensión y subsiguiente transformación del Cosmos del cual procedemos.
Fuetne: "Cosmos", de Carl Sagan
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