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(Un ensayo sobre spirituals y terrenos valdíos).
Por: José G. Anjel R.
Introito:
No fue fácil que la tierra diera sus frutos ese verano. Tampoco dio nada en los hombres. Por eso hubo tantos miedos y tantos bobos, sueños de motores para las carreteras y los aires, y muchas mujeres desesperadas. Si el verano no hubiera llegado tan intenso, en la casa de los Snopes la vida habría tenido sus colores. Pero no, fue todo en blanco y negro, como en las viejas películas de antes del cantor de Jazz. Blanco y negro sin sonido, verano intenso ese. No caben dudas. Un sol oscuro devoraba las plantaciones y las miradas. También los deseos.
Hace cien años, en Albany, Missisipi, nació William Faulkner. Era el descendiente de una familia del Sur de los Estados Unidos, empobrecida por la derrota que la Confederación sufrió a manos de los yankees en la guerra de la Secesión. No era bueno el Sur en esos días de tierra pobre y seca por la falta de cuidados, manos y ganas. Se comenzó a habitar el vacío. Y en esa soledad calenturienta, mal crecían los pobres, negros y blancos, todos tratando de huir de su condición de vencidos. Los blancos acabados por la Federación y con el honor en inventario y sumario, los negros por su condición de esclavos libres y sin empleo, que es la peor manera de ser negro. Una gran pobreza se apoderó del Sur y hubo locura y alcohol, también odios terribles, crímenes demenciales y olvidos que comenzaban adentro. Mucho demonio y mucho pecado, sin los sustos del arrepentimiento. Mucho sur, para hacer realidad lo indecible.
William Faulkner, que le agregó una U a su apellido original (Falkner), es escritor que se inmiscuye en la historia de su familia. Historia mítica compuesta por mentiras, como todas las historias de las familias derrotadas o las intervenidas por sangres malas. Y, siguiendo los pasos de Alejandro Dumas padre (escritor presente y leído en la biblioteca de Bayard Sartoris), reúne lo real con lo fantasioso, lo mítico con lo evidente, lo que es con lo que nunca ha sido. Y ahí nace el mundo imaginario del condado de Yoknapatawapha y las ciudades mutantes de Menphis y Jefferson, territorio éste tocado por el rio Sartoris, río que lleva por su cauce más palabras que agua, más spirituals que peces, más adoloramiento de ánima que barcas. Y muchos pilotos fantasmas que fueron a que los mataran en la I Guerra mundial, que de no haber teminado así, lo habrían hecho de otra manera que consiguiera molestar a todo el mundo, como dice miss Jenny, mujer momia y memoria de todo ese Sur.
Con Faulkner, desde sus Historias de New Orleans (seríe de pequeños relatos iniciales) comienza un mundo de abandonados delirantes y de solteronas que cumplen promesas y penitencias de auto-sospecha de incesto. Y en esos baldíos de hirba seca, aparecen y desaparecen coroneles y pilotos que rememoran guerras que ya no están seguros de si fueron ciertas, negros que tratan de asimilar el mundo de los blancos y se asustan cuando lo logran, mujeres que se dejan prostituir por mera aburrición. Y jueces por todas partes, repartiendo condenas y linchamientos a negros que cantan para que la certidumbre de la muerte no se les vuelva cierta.
Todo este mundo inicial, el de los Sartoris y los Bembow y los Snopes, comienza en una novela que Faulkner nunca pudo publicar en vida: Banderas sobre el Polvo, que fue rechazada por los editores porque allí había muchas historias. Novela mágica y asombrosa, que se introduce en el lector con la misma parsimonia con que el rio Sartoris entra en el condado mítico de Yoknapatawapha. Novela que establece una saga que juega en el tiempo y que se convierte en otras novelas: Sartoris, El Ruido y la Furia, Mientras Agonizo, Santuario, Luz de Agosto, ¡Absalón! ¡Absalón!,etc, novelas que marcan un estilo y se convierten en modelos a seguir por escritores sudamericanos y europeos. En especial Gabriel García Márquez, que manifiesta una ifluencia grande De Faulkner: coronel Aureliano Buendía= coronel Bayard Sartoris, Ursula Iguarán= Miss Jenny, Mariposas amarillas de Mauricio Babilonia= mariposas azules de Benjy, etc. A más del ambiente de Macondo que tanto se parece a esas tierras del Sur, perdidas y abandonadas, demenciales y desmesuradas. Hay mucho de Faukner en Cien Años de Soledad y en la Hojarazca (libro que por el manejo del tiempo y del argumento es muy similar a Mientras Agonizo).
También tienen una clara influencia faulkneriana Mario Vargas Llosa (que como en tantas de las cosas que lo atormentan también acabó evidenciando odio por Faulkner) en sus obras iniciales. Y Juan Carlos Onnetti, Carlos Fuentes, Juan Benet, entre otros escritores de lengua castellana. ¿Qué hay entonces en la obra de Faulkner para ser tan imitado? Soledad y abandono, demencia y posibilidades con el manejo de la palabra. El mismo Borges asumió la traducción de Palmeras Salvajes como reto de las posibilidades del significado. Y Cesaro Pavese tradujo Santuario y luego tomó el modelo para algunas de sus novelas. Es que, para el mundo que vivimos, habitamos un SUR vencido, mal pintado, de exilados y locos, de honores idos, de éticas golpeadas, de ascenso de ratas y descomposición de la condición humana. Faulkner, de alguna manera, es el espejo de todas nuestras tristezas y demencias. Es un mapa donde señalamos lo que nos duele, lo que escondemos y aquello que nos delata.
1. DEL SUR, PRIMERAS DEFINICIONES.
(En este punto, el ensayo trata sobre las imaginaciones y el temor).
Todas las brújulas miran al Norte. Asì es el orden. Y en esta dirección de aguja, dirigida siempre al ártico frío, el Sur (que es el opuesto brujulario) se convierte en un punto confuso e infernal. Para san Isidoro de Sevilla, de cuyos apuntes se nutrió la edad media y buena parte de la paradigmática occidental, el Norte del mar Mediterráneo (mar que partía la tierra por la mitad) contenía todas las posibilidades de vida: los colores de la primavera, la maduración del verano, las cosechas de otoño y el descanso reflexivo del invierno. Al sur de este mar, todo era desierto y fuego. De alguna manera, el obispo sevillano estableció así los lugares que ocupaban el cielo y el infierno. Y es que por las informaciones que le llevaron los viajeros y por lo que él vio en la piel de los moros, el Sur era un desierto de hombres quemados, animales terribles y selvas con la más variada fáuna y flora de monstruos. Y algo más, un lugar imposible para pensar debido a los calores y los sobresaltos. Gente maldita por Noaj, todos descendientes obsesivos de Cam.
Cuando en el siglo XV y XVI se da comienzo a la colonización de Äfrica y América, los frailes ilustrados (en especial Joseph D`Acosta, que anduvo desconcertado por las tierras del Perú) se encuentran con que el Sur está habitado por hombres, animales y plantas que no figuran en el arca del diluvio ni en el paraíso, o sea que fueron inscritos por Dios en la lista de lo prohibido. Y llegan entonces a la conclusión de que todos estos seres no son otra cosa que representaciones del demonio: materia y forma aristotélica para exorcizar. Y en el siglo XVIII, Buffon (naturalista francés que supuestamente compró a otros la teorías que acreditaba como suyas, cosa que lo deja muy mal parado) establece la inferioridad del mundo sureño: no hay animales grandes, las plantas son enormes, todo aquí es antinatura. Y los que viven por estas tierras tienen la inteligencia en veremos[1] . No es extraño, bajo estos presupuestos, que el Sur sea entendido como un territorio de pecados y penitencias mal cumplidas, maldiciones demenciales y locuras desmesuradas. Por eso, para venir por estos sitios, hay que cargarse con todas las bendiciones y amuletos a más de pócimas y ensalmos.
El mundo del novecento, impulsado por la Ilustración (ese deseo de saber impulsado por la Enciclopedia prologada por D`Alambert) se encuentra con un Sur semi-imaginario plagado de piratas infames (las novelas de Emilio Salgari). Por selvas terribles que devoran toda civilización (La Vorágine de José Eustacio Rivera) y rios terribles que conducen a la perdición (El Corazón de las Tinieblas, de Joseph Conrad). Un Suir tremendo, operático, necesario de esculcar para encontrar aquello que pudre el ánima y el cuero.
William Faulkner es un hombre del Sur y un descendiente de derrotados. Y allí, en ese territorio donde las gtandes familias se han venido a menos por haber perdido la guerra de Secesión y los exesclavos se refugian en cantos fúnebres (jazz, souls, spirituals) y en las trompetas que les permiten retar la presencia del abandono, la calcinación de la tierra y la depresión económica, es donde Faulkner crea su mundo de borrachos y desesperanzados, de imaginadores y bobos, de mestizajes y solterías eternas, de jueces vencidos y de condenados a muerte que cantan para que la sentencia no les duela. En definitiva, un sur que sobrepasa cualquier primera percepción. Un Sur mítico que asimila la derrota con burlas a la memoria y al olvido, que es largo y corto, que va más allá pero no se mueve. Una especie de eternidad sobresaltada, de realidad irreal, de imposibilidad posible, de sopor premeditado. Un Sur asimilado por Cesaro Pavese para narrar las soledades italianas, por Gracía Márquez para sus Aurelianos, por William Kennedy para sus billaristas ensimismados. Un Sur inmenso y calenturiento para que la la imposibilidad de llegar sea más evidente: una carretera que brilla, unos postes de telégrafo, un hombre con una maleta y el sol que lo derrite todo. Con razón los cuadros de Edward Hopper se ajustan a los escritos de Faulkner. En los personajes de ambos artistas, el alma ronda sin querer entrar en el cuerpo. Es el Sur, donde el tiempo es una burla.
2. DE LAS HISTORIAS DE NUEVA ORLEANS.
(Prosigue el ensayo tratando sobre ojos que se posan sobre aquello que se mantiene en el aire).
La literatura es una mentira necesaria. Es la otra cara de la luna, la irrealidad, lo que hay adentro y es imposible atrapar porque no hay manos ni dedos que tengan la habilidad de asir los sueños, lo que podría ser, esto que se desea que pase para escapar a la simpleza de lo evidente. Los escritores mienten para que las mentiras del lector tengan validez. Decía Sor Juana Inés de la Cruz que la imaginación es la loca de la casa. Y lo es porque lleva consigo una carga de palabras que todo lo revuelve, que confunden lo pasado con lo que pudo pasar y el presente con lo que no es. Se miente en la literatura para encontrar nuevos caminos, como se hace en la ciencia, igual que pasa en la historia. Y a veces estas mentiras dan más luces que la realidad, es más, encajonan y analizan lo que pasa llegando a los umbrales de lo peligroso y prohibido. Por esto se quemaron tantos libros, porque su mentira no era otra cosa que la descertificación de aquello que se daba como cierto La mentira es la puesta en marcha del deseo. Y sobre la mentira se construye el inicio de la verdad. Por esto, al principio fue la literatura. Los mitos, lo imposible, los sueños, el deseo inasible e insentible, de ahí parten las culturas iniciales.
Las historias de Nueva Orleans son una serie de apuntes, quizás de carnets, escritos (mentiras iniciales) por Faulkner luego del Fauno de Mármol, un libro de poemas que tuvo una suerte indecisa, pero que fue su primera lucha con las imágenes y las palabras, con la soledad y el recuerdo del Sur, con la nada y el desorden inicial de toda creación. Estas historias de Nueva Orleans, escritas para la sección literaria del diario Times Picayune, son un serial de pequeñas descripciones de personajes y ambientes cotidianos, acalorados, muy poéticos, untados de jazz y soul, de abandonos ligeros, de caricias furtivas, de primeras emociones. Y ahí se inicia Faulkner en la literatura. Ahí comienza a mentir y a crear su mundo imaginario, el que acabaría siendo un sentimiento del Sur, de las gentes que se mienten para habitar unas tierras irreales, que la certidumbre no es más que alcohol y rabia, abandono y miedo.
El territorio faulkneriano está sembrado de pecados. Y por el pecado, causa y efecto del Sur, Faulkner es la palabra que trata de nombrar y definir todo aquello que aletea y se hunde en las grietas de la tierra, especie del Quetzalcoátl. William Faulkener nombra una vastedad vencida y define al hombre derrotado que, negándose toda certidumbre se da al ejercicio de la incertidumbre, al mundo que hay que descrear para volver a los inicios. El pecado, semilla que en todos los personajes crece como un paisaje que se alarga, paisaje donde el maíz se quema por el exceso de sol y donde abundan los alambiques de wisky, sol también que intenta alumbrar las oscuridades de los recuerdos, es el punto de partida del imaginario de Faulkner. Es su mentira inicial, que comienza con estos relatos cortos de las Historias de Nueva Orleans, por donde desfilan judíos y curas, marineros y zapateros, embusteros y enamorados arrepentidos del pasado malandrín, policías, mendigos, artistas, putas, turistas, celosos. Y también ambientes de paredes amarillas, ventanas entreabiertas, puertas de bisagras oxidadas. Apuntes para que los negros se vean, para que los blancos se sientan, para que el Sur comience de nuevo y no se evadan las preguntas.
Observar una ciudad a través de sus personajes y actos cotidianos, abriendo las ventanas que dan a los ambientes que se muestran maquillados y se esconden cuando están enfermos o ya deformes; oír los ruidos del aire, incluso los que llegan de las bocas y los aleteos de los seres invisibles; ver las sombras y los trajes con multiplicación de colores y de formas, poetizar los espacios y transformarlos con las palabras, esta es la lección que Faulkner da para iniciarse en la escritura. Y en la literatura, mentira necesaria para que las cosas tengan un sentido más amplio. Y un imaginario que imposibilite toda opción de olvido. Es que la palabra hacer ver lo que nunca se ha visto.
Estas historias de Nueva Orleans permiten ser seguidas, que son sólo apuntes iniciales de un mundo que vuelve a crearse. Son el detalle de una gran fotografía, el postigo que permite ver el zaguán que lleva a una historia amplia. También son canciones con música de negros, el jazz inicial, los spirituals de cementerio y casas de enfermos, los blues que son parte de la oferta de las casas de citas, el soul que se canta cuando hay soledades muy amplias. Es una mentira la literatura, por eso es posible volver al principio de todas las cosas. Y en la mentira de Faulkner, nosotros nos volvemos a iniciar. Y ya no es la nada, es el pecado como origen.
3. DE LA FAMILIA COMO HISTORIA LITERARIA.
(En esta parte, el ensayo se ubica desde un viejo álbum de fotografías)
Los pecados habían construido una tarde roja, sembrada de calor y de hombres de overol incierto. Inciertas también las sombras y el paisaje, como desvaneciéndose en el aire caliente: mujeres perezosas las de esa tarde, apenas arreglándose o quizás evadiendo una cita mientras permitían que el espejo les robara la cara. Demasiado olvido en las caras de las mujeres de la casa Snopes y en las manos y en los alientos. Se hubiera podido decir que los caballos desaparecieron en mitad de la carrera, porque mirarlas a ellas era asistir a un derby. Pero con esta tarde de calor rojo, todo se difuminó en un letargo sin nubes y bastante cielo azul, el suficiente para estirar las sombras regadas (como una jugada mala de dados) de los negros que permanecían en la puerta del bar hablando con los ojos, seguro que interpretando un rag-time invisible y sin ruidos delatores. Mucho calor, todo propicio para un linchamiento. Edward Hopper, imagino habitando el sur faulkneriano, habría pintado este cuadro sin hacerse preguntas.
La familia, en los grandes escritores, ha sido siempre un territorio narrativo. Allí, entre fotografías (también en lo que no se ve y solamente son palabras) y presencias de mesa o de patio, en los objetos que decoran o desordenan y en los espacios vacíos de la casa (corredores, sótanos, rincones), hay un mapa de historias que contar. Por esa espacialidad hay un tiempo pasado y uno presente, uno recordado y otro que ingresa en el olvido y permite toda invención. Padres, abuelos, suegros, tíos, primos, mujeres del servicio, cuñados, los difusos, gente de la que no se habla porque volverían los arrepentimientos y los pecados etc, tienen un papel en la realidad y en la mentira. Y en todos y en cada uno, anida una historia. Tal vez interesante, posiblemente absurda, las más muy simple, pero todas unidas a un paisaje, a unos colores, a un tiempo que define situaciones y decoraciones. En el inventario familiar, que incluye calles y sueños, dolores y alegrías, conversaciones y sospechas, está la novela que no termina, que se multiplica y en esta multiplicación confunde la verdad con la mentira, lo evidente con la poesía, lo incierto con la certidumbre. Y por allí flotan los amores callados y los miedos contenidos. Incluso los odios y las envidias, perros flacos y rabiosos. Se habla de gatos que maúllan para que la memoria no se pierda.
La familia (la llamada Sartoris, en otras Snopes y Bembow etc), en la escritura de Faulkner, es una invención (el sentimiento evidenciador y poético del Sur) y un espacio con un tejido enorme de palabras por definir. Una suma de sombras móviles, de sonidos que llegan tardíos y también una evidencia mil veces repetida. como el cielo, como la llanura, como las casas que están habitadas por conciencias y seres grises, de alguna manera todos violentados por una derrota que no se acepta, que el diablo juega por rincones y en la sombra de los árboles. Y este grupo familiar, la casa de los Sartoris-Snopes-Bembows, le permite a Faulkner ingresar en la fabulación de dos ciudades (Menphis y Jefferson), en la música de los condenados, en los negros que siguen apegados al amo porque la libertad los hunde en un ritual que los señala como los más perdedores de todos. Y es que en el condado de Yoknapatawapha, espacio del imaginario faulkneriano, el pecado ha marcado a todos los que por allí transitan. Pecado que se ve en la piel, en los aburrimientos, en las soledades, en las palabras que tratan de definir lo innombrable y apenas si se logra una definición de lo doloroso. Podríamos decir que la gente de Faulkner, personajes penitentes todos, han hecho del dolor un grupo musical que toca con rabia y en los entierros. Tambien en las calles y cuando atardece, el sol rojo, los recuerdos metidos en una botella de whisky de maíz.
La obra de William Faulkner es una historia de familia que va entramada entre el pasado y el presente, entre los recuerdos y las invenciones, sólo así podrían establecerse las causas de esa derrota del Sur. En algo se falló, quizás en el excesivo manejo de la etiqueta, en creer que la guerra era un mero acto de teatro, una representación de salón al lado de un piano y una cantante gorda. Pero la guerra fue cruenta, con incendios y pillaje, con violaciones y seres extraños dando órdenes. Mucha perversión, demasiados miedos, las familias blancas empobrecidas y las familias negras mal liberadas, que la libertad sumió a los negros en un abandono mayor. Entonces ese Sur calcinado y penitente se hizo familia para inventariar, y literatura, que es una forma de vencer la derrota.
4. DE LOS JUEGOS DE LA MEMORIA.
(El ensayo continúa sobre lo que es y no es)
Habría sido mejor no abrir la puerta de metal, ya oxidada por el sol y la humedad, por el descuido y la basura pegada a los empates y ranuras. Pero la abrió toda de una vez y sin calcular que hubiera podido atraparse un pie, y el sol le pegó en los ojos rojos de insomnio y a esas horas (las 7 de la mañana) muy achiquitados de tanto buscar, usando también el olfato y los dedos rígidos y de uñas mordisos, los seres de la noche: le habían dicho que estaban allí en su cuarto y que no salían nunca, siempre flotando en esa oscuridad gelatinosa, recorriendo con pasos cojos las paredes y el piso, infamándose ahí, por eso olían a una mezcla de amoniaco y alcohol de hospital. Sin embargo, esos seres no aparecieron para verlos ni tocarlos ni olerlos en toda la noche. Entonces las maldiciones y los golpes en la frente del hombre que abrió la puerta se oyeron en la habitación vecina y tal vez en el piso de abajo o en la casa de enseguida, propiedad de un tal Warther, viajante alemán que le cebaba las carnes a una negra de doce años. En la puerta, el sol oscureciendo al que lo miraba, el hombre de los golpes en la frente tuvo una noción inicial de Sony Sphenty. Luego fue un disparo y el buscador de seres invisibles ingresó en otra oscuridad. Visto desde la cara del que disparó, el muerto parecía un mapa mal hecho, demasiado blanco, la barba de varios días, la boca sin labios y bastante grandes las orejas. Unos trozos de pelo le quedaron erizados. La noción final de Tony Sphenty fue un ruido, que el hombre de los ojos rojos no alcanzó a ver el fogonazo. Estaba tratado de interpretar la cara del que había tocado la puerta. No hubo memoria para llevarse al más allá. Terrible una muerte así, demasiada incertidumbre. Una duda eterna. Dicen que el asesino se mal aprendió al muerto para que no se le apareciera en los recuerdos. Y salió silbando como si hubiera acabado de interpretar una pieza musical y estuviera guardando la trompeta.
El párrafo anterior lo utilizo para mostrar que la memoria es un juego capaz de hacer ver lo que no ha sido pero que se parece a algo que hemos referenciado como posible. Este es el oficio del escritor, usar la memoria colectiva para crear una historia creíble. La memoria referencia y lleva a la comprensión de lo que se ve o se siente (entendemos todos los vasos y la posibilidad de un vaso cualquiera a partir del primer vaso memorizado). Y es una armadora de lo que perciben los sentidos: puedo reunir a un perro y a un árbol en un perro-árbol o en un charquito de orines bajo la sombra del árbol etcètera, estableciendo todos los significados posibles. También es una burletera la memoria que en ocasiones se pasa de lo recordado a la imaginación (a manera de hipertexto o como sucede cuando nos cuentan algo) y ahí los recuerdos habidos se transforman en una "vivencia" que transforma la realidad habida. O no hay memoria de nada, como dice Bachelard[2] y me ajusto más a la propuesta de Bergson que hace de la memoria un activador, sumador y conector de datos que permiten una mejor creación. Y es que algo así sucede con Faulkner. Él, como Sherwood Anderson y hoy William Kennedy, es memoria del sur norteamericano. Memoria que se transforma con la creatividad literaria: la manera de adjetivar, de espacializar y temporalizar. El adjetivo direcciona y define, el espacio es un imaginario sensorial, el tiempo es una ubicación de referencia. Y en estos tres elementos (método), todo es susceptible de que pase entre el sujeto y el objeto (el hombre y su realidad), que puede ser siempre lo mismo pero valorado de manera diferente, lo que permite la historia. Faulkner es memoria continuamente transformada, es reflexión, es aclaración desde la palabra que nomina y señala lo que siente, lo que sueña, lo que lo asusta. Un Sur que se teje entre blancos y negros, entre dolores y odios, entre soledades y compañías de seres invisibles. De algún lugar viene la muerte y ese sitio, finalmente, lo es todo: el espacio, el tiempo, el adjetivo que define al asesino. La memoria es el balance de los días acumulados, de ese pasado que, como dice Séneca, no es otra cosa que muerte ya cumplida.
5. DEL ABSURDO COTIDIANO.
(Finaliza el ensayo tratando sobre las pequeñas y demesuradas cosas)
El Sur es un espacio tejido de dificultades y el camino a la felicidad engaña con señales puestas por el diablo. Esto se debe quizás a tantas ansias dispersadas o a los retos demenciales que se le hacen a Dios para burlarlo. Dios no cumple en estas tierras de bares y de putas (también de solteronas que se momifican entre perfumes baratos y polvo talco) de boca hinchada y manos rojas, mal paradas en tacones altos que las tuercen para burla de la concurrencia; de ensimismados con los ojos como peceras con el agua turbia y de parturientas que paren maldiciendo o blasfemando, algunas cantan pero es para engañar. Es mucho dolor el de este Sur, demasiada música repetida, muchos prontuarios carcomidos, demasiados reos de Jazz y Soul. El Sur faulkneriano es un cuadro a medio pintar, abandonado a las ratas y cucarachas, a las lagartijas flacas y de cuando en vez a alguna iguana forastera, a los vendedores de ilusiones y al que toca el banjo hasta la sangre para que le duelan más las manos que el ánima. En ese Sur tocado de amarillos y terracotas, se bebe hasta el naufragio buscando robarse un trozo de olvido. Y en esas reuniones de bebidos, se ejerce el crimen y la carencia de palabras, meros ojos que se miran durmiéndose, apenas los alientos agrios del erupto y las manos torpes de la caricia que se inicia y que no sigue porque el cuerpo pesa y la lengua está chuzuda como una almohada de paja. Sur duro, machacado por el sol y el abandono, por eso las pequeñas situaciones que allí se suceden son terribles, escenario de óperas sangrientas o burlescas hasta el dolor infame. No hay paciencia allí, es que nada habrá de llegar. Entonces hay ira y segregación, odios fermentados y bocas que hablan palabras disfrazadas. Tierra de diablos este Sur donde la gente se muere sin pedir perdón y sin arrepentimientos. Esas cosas les pasan a los que tienen algo que guardar, no a los que huyen de la memoria.
En ese Sur de Faulkner, duele la edad. Y esas marcas en la piel son las señales de no haber hecho nada, de haber permanecido en la penumbra mirando tras una cortina y con las manos nerviosas, apenas un juego de dedos mientras los días fueron pasando. Duele ser mujer, porque todas están señaladas y tienen que refugiarse en intimidades que lindan con la locura y que en ocasiones llegan al crimen amoroso, que esos son ellas, cuidadoras de cadáveres y no en tanto los entierran sino mientras ellas se mueren. Los guardan y esperan, como Emily. Duele ser negro, que ya no basta haber sido esclavo sino que ahora los negros son sujeto de sospecha y el mal los habita en la forma y en los actos, eso se dice. Ni siquiera las trompetas los salvan de ese deseo colectivo de lincharlos. Duele ser mujer hermosa, que la hermosura hay que envilecerla y violentarla y al final recluirla en un prostíbulo para que otros se arrimen a las sobras. Duele ser blanco y haber estado en la universidad, que toda la sabiduría queda reducida a litros enteros de wisky de maíz bebidos en esas marchas alucinantes por tierras pestilentes para lograr la defensa de un prontuario o la cura de una enfermedad canalla. Son muy sucios los cuellos de las camisas de los hombres blancos y huelen a noches desvergonzadas. Duele ser militar, que ya las batallas son recuerdos inventados de los que todos se burlan y dudan, que hablar de la guerra en tierra de perdedores no tiene clientela. Duele ser juez pues a fin de cuentas no se sabe bien a quién se juzga o por qué y entonces hay que esperar a que el criminal confiese de nuevo para que haya otra evidencia del crimen. Lo único que no duele es ser niño, que los niños van por ahí jugando con cualquier cosa sin distinguir de pieles ni de orígenes, inventando el mundo, riéndose, el Sur rebotando en ellos porque todavía los libra la ignorancia y aún no están prejuiciados. Son ángeles simples.
No hay grandes eventos en el Sur faulkneriano, sólo pequeñas acciones, lentitud, locuras mínimas y resignadas. Pero sumado todo esto, el Sur se incendia y en esa extensión de llamas revive el infierno que alguna vez describiera, seguramente delirando por alguna fiebre, San Isidoro de Sevilla. Claro que a los demonios de ese territorio no les creen: los tienen como gente venida a menos. Es tanto el caos de ese Sur, que ya no hay pecado ni pecador que se asuste. Allí la única obsesión demencial es el olvido. Y quien lo logra, se salva.
[1] Ya don Celestino Mutis había dicho algo similar cuando le preguntaron qué tan inteligentes eran los sudamericanos: el botánico expresó que no eran muy brillantes y que todo se debía quizás al exceso de comida fácil de recolectar.
[2] Siempre he creído que el mundo visible e invisible es una creación de la memoria y que la nada, como anotan los griegos, nada produce. Incluso esa primera idea básica de Platón, de donde nacerían todas las ideas, nace de una idea ya configurada en el tiempo y debidamente limitada, lo que permite al filósofo especular induciendo sobre el inicio.
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