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DE IMPUREZAS Y PUREZAS.
(Un ensayo sobre búsquedas y buscadores).
Por: José Guillermo Anjel R.
Lo esotérico es aquello que, organizado con las mismas leyes del cosmos, vibra al interior de las cosas que vemos o que nos conforman la memoria. Sólo percibimos lo exterior, sólo eso. Intus Legere, leer al interior de las cosas, esto significa la palabra inteligencia.
"Creo que mi familiaridad con la química, con sus procesos y sus fórmulas, incidió también en este rigorismo..."
Elias Canetti.
Intróito:
Cuando la lógica (esto que se tiene como un camino hacia lo cierto) no da los resultados previstos, cosa que suele suceder cuando lo tenido como bueno carece de asombro y genera poca curiosidad, el hombre regresa a lo marginal. Y allí, sintiendo que renace, vuelve a comenzar. Todo hay que iniciarlo de nuevo revisando bajo otra óptica cada paso, admitiendo en este reinicio lo inadmisible como posibilidad, lo inservible como servible, lo oscuro como una posible manifestación de lo claro, etc. La ruptura con lo habido, el manejo de lo que todavía está lejano, la nueva incertidumbre, genera ánimos y comienza la renovación: ese camino asombroso que se construye por el error para llegar a la verdad.
La palabra alquimia viene del árabe Al Kimiya (la química). Y Kimiya viene del egipcio kimi, que traduce negro del Nilo. Limo negro que todo lo renueva trayendo consigo la vida. Alquimia, entonces, sería la renovación, la vuelta a la creación, el entendimiento recuperado. Y todo este proceso se inicia en la palabra, símbolo de todos los símbolos, comienzo de todos los comienzos. Al principio fue la palabra que designaba , la palabra que ordenaba el mundo y luego dividía los elementos mediante clasificaciones. Palabra memoria, palabra reflexión, palabra asombro, palabra curiosidad resuelta o al menos definida en un punto fijo, camino a la verdad.
La alquimia tiene como objeto lograr, o al menos intentar a través de un complicado pensamiento o codificación laberíntica, el proceso que lleva a purificar lo impuro. Y, mediante esta purificación, obtener el conocimiento de lo absoluto.
La alquimia comienza siendo literatura.
En el principio fue la poeia, esa creación que lentamente y siguiendo un proceso de memoria habida en la experiencia de los sentidos, en las curiosidades y los asombros, permite una comprensión inicial del mundo. Esta primera interpretación tiene su origen en el mito y la leyenda. Son los días de la poesía.
Cuando Cronos repartió el mundo entre sus hijos, a Zeus le dio el cielo, a Poseidón el mar y a Hefestos lo subterráneo y la oscuridad. Los dos primeros tuvieron la luz, la del día y la de la noche. El último, Hefestos, tuvo que crearla. Y cuando la creó, se hizo herrero y transformador de metales. Allí, en el Hades helado y oscuro, este dios, como el mago del tarot, mezcló los elementos y los valoró encontrándoles analogías y simpatías. En este proceso, inició la purificación de lo impuro: de lo negro de esa noche eterna heredada de Cronos, Hefestos (el herrero cojo), iniciaba su camino hacia la luz a través de la fragua, fuego siempre vivo para para fundir y alear, para ver hervir y oler todas las aromas de los minerales. Y aquí, en el Hades, comienza el ascenso del hombre. Una leyenda, una literatura, una poeia que no se ha detenido desde entonces, que cada vez es más amplia y que no finalizará nunca porque Cronos vigilará para que su herencia no se desvirtúe: Hefestos en el Hades, con su forja siempre encendida y el crisol hirviente y rojo vomitando metales eternamente.
Decía el poema: Es verdad sin mentira/ cierto y muy verdadero/ lo de abajo es igual a lo de arriba/ y lo de arriba igual a lo de abajo/ Para obtener el milagro de una única cosa./Así como todas las cosas proceden del Uno/también todas las cosas nacen de este Uno mediante conjugación.
Estos versos son conocidos como la esencia de la Tabla de la Esmeralda, texto que, de acuerdo con la leyenda, compuso Hermes Trimegistos, personaje mítico que habitó historias en Grecia y Egipto, siempre contradiciéndose debido a su pensamiento laberíntico. Hermes, conocido en el mundo latino como Mercurio, era el mensajero de los dioses y a la vez el dios de los ladrones, los comerciantes y la inteligencia. En Egipto, Hermes se convierte en tres veces el grande (trimegistus) porque tiene la virtud de manejar los elementales (la física), el cosmos (las matemáticas) y el intelecto (el pensamiento abstracto), es decir, de entender el todo por su conjunto y por sus partes. Y a este Hermes se le acredita La Tabla de la Esmeralda, llamada así porque estaba hecha con la esmeralda que llevaba Lucifer en la frente y que pierde (la esmeralda cae a las profundidades) cuando es vencido por el arcángel Gabriel. Esta esmeralda, según una hadit (leyenda) de la sunna islámica, contenía el conocimiento de todo lo que fue, es y será, y su depositario es Hermes, que la codifica para los iniciados y los maestros de alquimia en versos de muy difícil entendimiento si no se tiene imaginación.
La misma leyenda de la Tabla de la esmeralda le será aplicada al santo Grial, copa fabricada en esmeralda para depositar en ella la sangre (transparente) de Jesús crucificado; sangre que salió del costado, lugar donde, de acuerdo con la figura del Adam Kadmón de los cabalistas, estaba depositado el conocimiento de la divinidad. Conocimiento que todo lo aclara para que la muerte no exista. En la literatura, el Grial está conectado con el rey Arturo y con Merlín, mago (sabio) concebido por un íncubo en el vientre de una monja. Es de anotar que Merlín es un personaje nacido de una leyenda Celta (los celtas miraban a la noche, en contraposición a las demás culturas que miran al sol) tejida en las tierras brumosas de Irlanda, donde habita el señor de los Anillos, alquimista excelso.
En el Medioevo, la alquimia es un ejercicio de la forja, la filosofía escolástica (donde se es discípulo de un maestro), las religiónes (la judeocristiana y la islámica, y las viejas religiones, en especial la celta) y la literatura. Y aunque se dice que la alquimia tenía como fin transmutar el plomo en oro, la verdad es que los alquimistas buscaban convertir lo impuro en puro, lo que tenía errores en perfección, para así ser como dioses, tal como aseveraba el salmo. Pretendían llegar a ser por el hacer del ser, es decir, obtener la pureza suprema por el entendimiento de las cosas, por sus semejanzas e imágenes, por sus analogías y conexiones, por los principios y los opuestos. A través de la manipulación y manejo debido de la naturaleza, el alquimista buscaba tener un sentido completo de la vida. Y esa vida implicaba que materia era forma (esencia y manifestación en términos aristotélicos), que alma era cuerpo y que acto era potencia. Todos estos conceptos conformaban el absoluto y cada uno de ellos, por si mismo, contenía a todos los otros. Frente a esto, hombres tan sabios como santo Tomás de Aquino, se dejan seducir e intentan el proceso alquímico (santo Tomás escribe un opúsculo sobre los metales y los planetas). Y no sólo hacen uso de sus sentidos externos (la visión, el tacto, etc.) sino, y en especial, de los sentidos internos: memoria, sentido común, imaginación y estimación. Frente a la resolución de todo lo anterior, el alquimista se convertía en el más intrincado personaje literario: en un creador, en un soñador, en un maldito. Y en alguien muy atractivo para describirlo en su pensamiento y sus actos, en sus maravillas y sus infiernos.
Los musulmanes (al fin y al cabo grandes imaginadores) son los primeros que se ayudan de la literatura para espacializar la alquimia, para territorializarla y darle un lugar en la lúdica del entendimiento humano. A mediados del siglo XIV, corre por las manos de los alquimistas el relato místico- esotérico titulado "De cosas extrañas y maravillosas que he visto y contemplado con mis ojos en la isla Verde, situada en el mar Blanco", cuyo autor es el sheik iraní Alí Ibn Fazel Mazandarani. Este relato epopeyo-iniciático busca el imán oculto que está en la fuente de la vida y a la sombra el paraíso. Imán que permite entenderlo todo y vencer a la muerte. Y aunque el texto pertenece a uno de esos mundos imaginables de oriente, los alquimistas occidentales (por esos días los moros también hacían parte de occidente: España, Sicilia, Bosnia, Venezia etc.) se nutren de él con pasión. Y allí abundan palabras árabes como alambique, elíxir, atanor, que la alquimia europea utilizará hasta el sin sentido.
El poeta islámico Al- Toghri, conocido entre los latinos como Artefio el alquimista, no admitirá otra alquimia que no sea la espiritual, la kimyá al saadá (la alquimia de la felicidad). Este aspecto es bien interesante porque, para que la alquimia sea atractiva, según Artefio, lo que el alquimista debe buscar es dar solución a la imaginería y literatura populares: conversión de lo innoble en noble, obtención del reconocimiento, rebelión contra lo establecido, dicho de otra manera, ascender a la cúpula por caminos marginales (laberínticos, diría Umberto Eco) donde lo científico se confunde con lo literario, siendo lo literario lo más importante porque es allí donde están legitimados los deseos populares (amores entre patricios y plebeyos, reyes sin raíces, ayuda de los seres invisibles etc.) que, sino sufren un proceso alquímico, serán imposibles de lograr.
Artefio y por extensión los alquimistas como Raimundo Lullio, quien además de la filosofía, la teología y la literatura también ejerció la alquimia, hacen más literatura que ciencia al describir los utensilios y procesos necesarios para la transmutación. Esto sucede porque sus referentes son literarios. De aquí que sus manuales mezclen la ciencia conocida con sus propios miedos. Veamos: La Gran Obra (Opera Magna) comenzaba con el atanor, hornillo alquímico activado con calor de leña o aceite, donde se cocinaba el aludel o huevo filosofal. Este recipiente tenía forma ovoide (del huevo nace la vida, esta era la referencia) y era de barro, vidrio o cristal, sobre todo de estos dos ultimas, para que el alquimista pudiera ver y testificar la cocción de la materia prima, lo que quedaba (Opus Nigrum) y lo que se evaporaba. Este huevo filosofal era su alambique, la retorta de cristal, a donde llegaba el material a cocinar a través de un crisol que tenía la boca en forma de cruz para evitar cualquier tipo de contaminación demoniaca. El huevo filosofal era cerrado con el sello de Hermes, a fin de que nada pudiera escapar y así el alquimista vivenciara todo el proceso de la creación. O el de la destrucción, que por su calidad de opuesto tenía un valor similar (se entiende lo blanco por el negro, lo gordo por lo flaco, lo alto por lo bajo etc.). Este sello de Hermes, como lo atestigua uno que fue publicado en 1599, es un texto donde se especifica, de manera mínima (esto permitía la creación de imaginarios), la correspondencia simbólica entre la astrología, la alquimia y la cosmología, apoyada por una frase que decía: "visita el interior de la tierra y rectificando, encontrarás la piedra escondida (Visita Interiora Terrrae. Rectificando Invenies Occultum Lapidem)". Las iniciales de cada palabra producían el anagrama VITRIOL, referenciando su uso alquímico. Vitriolo era el nombre que los alquimistas daban a las sales residuales (hoy las conocemos como sulfatos) que veían arder en el interior del huevo filosofal de vidrio, que no era otra cosa que ácido sulfúrico concentrado. Este vitriolo era azul cuando hacía referencia al sulfato de cobre, blanco cuando se trataba de sulfato de zinc y verde cuando era sulfato de hierro. Con base en el conocimiento de estos procesos, la literatura ubica el laboratorio del alquimista en las puertas del infierno. Y no era para más, pues los olores y vapores terribles así lo acreditaban. Lo anterior permitió la producción interminable de relatos, que iban desde el que cuenta la creación del reloj fabricado por el monje Gerberto con la ayuda del diablo (este relato renace hoy con el título de El Reloj Mecánico, escrito por Paul Pullman) hasta los científicos locos de Orwell y Huxley.
La alquimia le ha servido a la literatura para establecer umbrales con lo terrible o con los opuestos básicos (buena parte del entendimiento del mundo lo hacemos con base en opuestos). También para escribir relatos con ambientes rondados por el demonio, que a fin de cuentas es el que vaga por la eternidad buscando la piedra esmeraldina que cayó de su frente cuando se rebeló contra Dios. Y para darle un carácter mágico a ciertas escenas. Hay rememoración alquímica en El Quijote cuando Cervantes escribe: "Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican" (Primera parte, cap. I). También cuando en este mismo capítulo el flaco hidalgo se coloca encima un nombre mágico y le pone otro a su caballo. Cervantes, a pesar de su burla a las novelas de caballería, es un hombre de su época y de sus sueños y, para hacer de la novela un espejo de la imaginería popular, a su caballero le coloca el yelmo de Mambrino, le da el bálsamo de fiebrabás y lo coloca en camino hacia la ínsula Barataria. En Ese don Quijote de la Mancha (Opus Nigrum), la intención es la Opera Magna, el todo absoluto de la vida a través del absurdo. No es de extrañar entonces que en El Quijote se evidencie lo que Umberto Eco ha llamado pensamiento laberíntico. Pensamiento que establece que a través de la contradicción se puede llegar al acierto y que en términos científicos no es otra cosa que el método ensayo-error, ya filosofado por Karl Popper. Y puesto en la práctica por Jaim Weissmann, en su libro "Por el Error a la Verdad", curiosa y acertadamente.
Dante estructura la Divina Comedia haciendo uso de sus conocimientos alquímicos. El gran poema sigue el camino del huevo filosofal, se alambica: del frío del infierno donde se coccionan todas las impurezas, opus nigrum en frío como era el sueño de los alquimistas, se llega al cielo, pureza absoluta, ser total, Beatrice Fortinari, Opera Magna (alquimia de la felicidad, sueño de Artefio). Y es que en la Divina Comedia se evidencia la estructura alquímica: materia prima, lo que existe en frío, donde Dante desecha lo impuro; luego es fuego que purifica lo bueno de esa materia prima; después el cielo a donde van los aciertos y un limbo donde queda aquello que presenta error pero que aún se considera como bueno. Para el hombre medioeval, lector de la naturaleza y de lo improbable, que nada dejaba de lado porque a diario lo acechaban las pestes y los infortunios, la alquimia le daba la posibilidad de la esperanza. Verde la esperanza, como la esmeralda luciferina donde estaba encerrado todo el conocimiento.
Un gran libro de alquimia:
El libro de las "Mil Noches y una Noche", que es un tratado de las mutaciones donde un cuento produce otro después de una serie de dificultades, llega tarde a Europa y los alquimistas no pueden usar los planteamientos que allí se hacen. Y mal traducido, que la moralidad de traductores como Galland plantearon un contexto distinto al esencial, que era inteligente, erótico y creador de vida. Esta traducción, que fue la que más le agradó a Borges, quizás por la curiosidad que le generó lo traducido, que Galland había tenido la virtud de afrancesar a los árabes y esto ya era todo un proceso de alquimia, apenas fue rebatida a finales del siglo XIX. En la traducción íntegra de Sir Richard Burton (traductor inglés acusado de pornógrafo, cuestión que en un principio demeritó la traducción pues se aseguraba que Burton era más un enfermo sexual que un arabista), los lectores occidentales accedimos a toda la magia y alquimia que asisten a estos relatos, donde la alquimista es Scherezada y tiene por encargo purificar el corazón negro del Califa Al Rachid. Magia, porque lo mágico consiste en observar para entender. Y alquimia por la línea que sigue el texto: detener la impureza de una actitud criminal para concluir en la exaltación de la pureza. Y en ese proceso, se recurre a la poesía, el erotismo, la crueldad, el humor y a toda clase de estratagemas (logos y frónesis). En las Mil Noches y una Noche, el constructo del conocimiento, construir sobre la cosa sabida, es el que lleva al logro del objetivo. En otros términos, es con base en el conocimiento positivo como se llega al imaginario probable.
En la cultura religiosa semita, la mujer carga con la impureza. A ella se le debe el pecado y el que lo evidencie cada 28 días. Y Scherezada, al aimpura, es quien legitima esas mil noches y una noche, porque ella es la materia prima donde se imagina y se crean semejanzas, donde se establecen las conexiones y se buscan resultados. Al finalizar la Opera Magna, la impureza se ha vuelto pura y la sabiduría a vencido a la ignorancia. Es bien sabido que los árabes fueron los creadores del álgebra, alquimia de la lógica. Y ese proceso algebráico se aplica en las Mil Noches y una Noche, donde la noche y el día se unen con una incógnita que se debe despejar a como dé lugar (Scherezada deja, cada amanecer, el relato que cuenta en su punto más interesante, lo que obliga al califa a no matarla porque desesperaría de no saber el resultado de lo que ella le está contando). Hay una ecuación que requiere una respuesta, hay un alquimista que vislumbra el final positivo de todo aquello que macera y cuece en el huevo filosofal: es que lo disperso se une luego de la purificación y así se logra la felicidad (estado de máxima pureza entre los creyentes del Islam) y el placer eterno. Por esto no es raro que en el libro, cuando alguien está feliz, deba esta felicidad a una serie de acciones desfavorables (errores). Pasa igual que con los personajes de la Biblia, donde la dicha es fruto de maceraciones y cocciones, de dolor. Así se justifica un José, un David, un Job, que son los preámbulos sagrados de un par de paganos como Simbad o Aladino, buscadores hábiles estos dos, pero siempre asustados por las desmesuras que tienen que enfrentar para lograr su objetivo, lo que los obliga a usar artimañas de todos los pelambres (engañar a las apariencias y a las estimaciones es un principio básico el la alquimia). Pero los dos tienen fe absoluta en sus creencias, lo que lleva a que el supremo bien se acabe imponiendo sobre el mal. Así mismo, se notan en el texto los juegos cabalísticos y los poemas aclaradores (descripción de procesos) como el de Docta Simpatía y el poeta de la corte, Abu Nowas, que tenían el poder de la palabra para que la felicidad se hiciera realidad. Personajes alquímicos que discurren entre lo impuro y lo puro, entre los vapores de los azogues que envenenan el aire a la vez que maravillan porque el azogue (mercurio) es un metal vivo que no se deja atrapar fácil. Es que viene del cinabrio, que tiene el interior rojo.
En la noche 895, Scherezade cuenta la historia de un libro mágico que hace reír y llorar al mismo tiempo, libro que ningún hombre es capaz de interpretar y que se guarda en el olvido para que la Destructora de Felicidad y la Constructora de Tumbas no se hagan presentes. Es claro que aquí hay una crítica a los buscadores de imposibles, quizás a los alquimistas que lo sacrificaban todo en el deseo de obtener algo vano, pues la felicidad en sí no es nada al igual que la muerte, que todo final es un principio y en la vida, como sucede con el mito de Sísifo, la tarea total de un hombre nunca se cumple. Es que alguien, a partir de ahí, seguirá construyendo. Libro contradictorio este d las Mil Noches y una Noche, legitimador del pensamiento laberíntico dentro de un pensamiento de línea.
Lo gótico occidental:
En la literatura occidental, el papel del alquimista o su reflejo, ha permitido asumir lo gótico. Y con base en estos vapores y brumas, se han escrito novelas y cuentos, capítulos y párrafos verdaderamente maestros. Veamos unos ejemplos: "Todo el mundo había podido observar las interminables horas que él (Claude Frollo) solía pasar sentado en el pretil de atrio calculando el ángulo de la mirada de aquel cuervo situado en el pórtico izquierdo, dirigida hacia un punto misterioso al interior de la iglesia donde probablemente estaría oculta la piedra filosofal". Este párrafo hace parte de Nuestra Señora de París y allí Victor Hugo seguramente se inspiró en la imagen de Nicolás Flamel, el más conocido de los alquimistas franceses de la Edad Media. O también en la suma de Cagliostro (José Bálsamo, aventurero, médico, farsante y alquimista italiano, nacido en Palermo en 1743) y en el conde de Saint Germain, misterioso personaje que, al igual que Aschaverus, habita el tiempo y sólo habrá final de él cuando ya no exista nada. Sin embargo, todo apunta a que el diácono Claude Frollo, que tenía su laboratorio en una de las torres de la Catedral de Ntre Dame, sea una extensión literaria de Nicolás Flamel. Después de todo, a este curioso personaje lo asiste la leyenda dorada de la alquimia.
Nicolás Flamel logró fama en los medios alquimistas porque se sabía que él era el depositario del libro de Abraham, el judío. En ese texto, dice la leyenda, se encontraba el secreto de la transmutación de los metales innobles, como el plomo, en metales preciosos. De la formulación que se planteaba en el libro, salía el oro con que las comunidades hebreas pagaban los cada vez más crecientes impuestos al papa y a los reyes. Pero Flamel no entiende los nombres y definiciones de Abraham y se ve en la necesidad de encontrar a alguien que se lo descifre, ojalá un judío español (por aquello de que la cábala se desarrollaba en las juderías españolas, especialmente en Girona). Flamel encuentra el maestro descifrador en un converso llamado Canchés, pero este muere antes de lograr la traducción total del libro por lo cual Nicolás Flamel se queda sin el secreto y sin el libro, porque a medida que iba siendo traducido, el original desaparecía. Toda, una trageia, así como el amor de Cuasimodo por la bella Esmeralda, verdadero proceso de transformación de lo feo en bello, que Victor Hugo lleva a cabo para asombrarnos. Igual que nos asombra el último alquimista conocido: Fulcanelli, quien escribió dos libros, el Misterio de las Catedrales y las Moradas Filosofales. Lo interesante es que hasta el día de hoy no se sabe quién fue Fulcanelli, aunque se conocen los libros, y las pocas pistas que se tienen de él sólo conducen a vapores sulfurosos. ¿Será acaso el diácono aquel que se pasaba tardes enteras tratando de establecer cuál era la geometría secreta que existía entre el grifo de la catedral y el paso de los cuervos?
Charles Maturin, escritor inglés, también toma la alquimia como referente para su libro Melmoth el Errabundo, considerado la más grande de las novelas góticas. Melmoth es un hombre que habita las oscuridades y lo sórdido y allí, en ese medio que lo convierte en sombra y en fantasma, donde es perseguido por herejía, intenta trasmutar el infierno en cielo. Pero al fin es la derrota, porque el sino del alquimista es la confinación a la confusión, la locura y el horror. Quizás esto se deba a haber retado a Dios, que la divinidad no perdona a quien trabaja para restituirle el conocimiento a Lucifer, acto que igualaría al Maldito con el Señor del universo.
El siglo XIX tentó a la literatura con la alquimia y escritores como Honorato de Balzac intentaron dar con la piedra filosofal. En "La Indagación de lo Absoluto", Balthazar (el personaje), dilapida su fortuna buscando dar con la gran verdad alquímica. Pero sólo logra entenderla cuando está agonizando: "...y con voz tronante, clamó la famosa frase de Arquímedes: Eureka!, y murió exhalando un quejido espantoso; y sus convulsos ojos expresaron, hasta el momento de cerrárselos el médico, el pesar de no haberle podido legar a la ciencia la clave de un enigma cuyo velo desgarrábase tardíamente bajo los descarnados dedos de la muerte". La luz al final, cuando ya no existe la posibilidad del reconocimiento, este es el premio del alquimista. O quizás si exista el reconocimiento porque al morir se ingresa en un espacio de conocimiento pleno donde la alquimia no es necesaria. Como es de suponer que le pasó a Yehuda Halevi, que murió en el mismo instante que pisaba la tierra de Israel, última pieza que necesitaba encajar para lograr la felicidad, el fin de su trasegar por las sefirot.
Literatura, Cábala y Alquimia:
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