Durante las últimas décadas, incluso se podría decir durante el último siglo,
la moral social cristiana, en su tratamiento sistemático ha experimentado
una evolución continuada...
Agregado: 30 de JUNIO de 2005 (Por
Manuel Enriquez) | Palabras: 16197 |
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Moral Social
Autor: Manuel Enriquez (manuelenriquez@argentina.com)
Introducción
Durante las últimas décadas, incluso se podría decir durante el último siglo,
la moral social cristiana, en su tratamiento sistemático ha experimentado
una evolución continuada. Por una parte ha seguido vigente el tradicional
tratado sobre la virtud de la justicia que fijaba su atención, de modo casi
exclusivo, en la justicia conmutativa, es decir, en los deberes de justicia
a nivel interindividual, justicia que se realiza primordialmente en los
intercambios, en los contratos. Esto no significa, en modo alguno, que la
conciencia cristiana no fuera sensible a otras exigencias de justicia distintas
de las que brotan de la conmutativa, o incluso de la distributiva, como
formas ambas de la clásicamente llamada justicia particular.
Lo que ocurría normalmente era que los deberes que son exigibles desde la
denominada justicia general, o según la terminología acuñada en el último
siglo justicia social, eran contemplados en una disciplina científica
distinta: la que
viene denominándose como doctrina social de la Iglesia.
La historia de esta disciplina, en su etapa moderna, se inicia hace un siglo
con la publicación de la encíclica Rerum novarum y ha ido enriqueciéndose
progresivamente con las aportaciones del Magisterio y de la reflexión sistemática,
hasta formar lo que Juan Pablo II llama un corpus doctrinal , o cuerpo
de doctrina como dice el Catecismo (n 2422). Desde el pontificado de Pío
XII a dicha disciplina se le denomina doctrina social de la Iglesia y
su historia está unida a los avatares sufridos por dicha expresión. A grandes
trazos podría resumirse así: una etapa que va desde Pío XII a Juan XXIII
en la que esta expresión es aceptada pacíficamente, si bien no se definen
los rasgos de su identidad, hasta el punto de que es considerada más afín
al campo de la filosofía que al propio del saber teológico; la etapa del
Concilio Vaticano II en que el uso de esta fórmula es cuestionado en el
aula conciliar, si bien no deja de ser utilizada en los textos; la etapa
del posconcilio en la que la fórmula es poco utilizada sin que se llegue
a un absoluto abandono, y, por fin, la etapa que se inicia con el pontificado
de Juan Pablo II en la que la fórmula es expresamente rehabilitada .
Desde ese momento se impone la tarea de definir el estatuto científico de
la doctrina social de la Iglesia: fuentes, método, en definitiva todo lo
que atañe a
su epistemología. Dado el progreso experimentado en la comprensión de la
naturaleza de la doctrina social de la Iglesia, y su adscripción al ámbito
teológico aceptada
en la actualidad, parece deseable y asequible el objetivo de unificar la
moral social en un único tratado, que sistemáticamente contemple los deberes
de justicia tanto a nivel interpersonal como en la dimensión inmediata y
directamente social. En este contexto y al servicio de este objetivo, considero
que puede valorarse la exposición que el nuevo Catecismo hace de la moral
social.
Desarrollo
1. Carácter social de la moral cristiana
La tercera parte del Catecismo, dedicada a La vida en Cristo, es decir,
a la vida moral cristiana, se divide en dos secciones que corresponden a
lo que en el tratamiento sistemático viene llamándose Moral Fundamental
y Moral Especial. La sección segunda --Moral Especial-- se desarrolla en
torno al Decálogo, siguiendo así la tradición catequética, distinta a este
respecto de la tradición sistemática que organiza esta parte en torno a
otros esquemas, preferentemente en torno a las virtudes.
Pero nos interesa ahora detenernos en la sección primera dedicada a la Moral
fundamental. Se divide ésta en tres capítulos de los que los dos primeros
tratan del sujeto moral, mientras que el tercero considera la parte que
a Dios corresponde en el obrar moral humano, es decir, la ley y la gracia.
Pues bien, en el capítulo primero --La dignidad de la persona humana--
aborda el texto los temas clásicos de la Moral Fundamental: imagen de Dios,
vocación a la bienaventuranza, la libertad, los actos humanos, las pasiones,
la conciencia, la virtud y el pecado.
El capítulo segundo, que sigue tratando del sujeto moral, constituye una
cierta novedad si se compara con los manuales de Moral Fundamental al uso.
Efectivamente, bajo el título La comunidad humana, trata de la dimensión
social de la persona como sujeto moral, del carácter comunitario de la vocación
humana. Este planteamiento tiene, a mi modo de ver, un hondo significado
para la comprensión de la moral cristiana.
Significa que la moral social no es solamente una parte de la moral cristiana,
sino un aspecto constitutivo de la misma, una dimensión esencial presente,
de modo habitual, en todo obrar moral, y también, por tanto, en el obrar
moral cristiano. De ahí que hablar de moral social cristiana, no deja
de ser, en realidad, una redundancia, ya que toda la moral cristiana es
esencialmente social, dado el carácter comunitario de la persona humana
como sujeto del actuar moral. Estaríamos ante un pleonasmo idéntico al que
De Lubac criticaba, con razón, al referirse a la expresión catolicismo
social .
Constituye este planteamiento un eficaz antídoto contra cualquier tentación
de individualismo en la consideración de los concretos comportamientos morales
que se contemplan en la Moral Especial. La persona, el sujeto moral, es
al mismo tiempo un ser individual y social y, por tanto, en el actuar moral
está siempre presente esta doble dimensión. De ahí que la moral social,
y concretamente la doctrina social de la Iglesia, no pueda ser considerada
exclusivamente como una parte adecuadamente distinta de la moral cristiana,
y mucho menos como un apéndice extrínseco a la misma. Razones de índole
sistemática justifican que sigamos hablando de la moral social como de una
parte de la moral cristiana, es decir, aquella que contempla comportamientos
más directa e inmediatamente vinculados con el carácter social de la persona,
pero a condición de no olvidar que, en realidad, la dimensión social está
presente en todo el actuar moral.
El hecho de que el Catecismo dedique un capítulo, en la sección dedicada
a la Moral Fundamental, a tratar del carácter comunitario de la vocación
humana tiene un importante significado para la consideración de toda la
moral cristiana que no debería pasar desapercibido.
2. Perspectiva teológica
La definición del carácter teológico de la doctrina social de la Iglesia,
como antes hemos recordado, y la incorporación de la misma al conjunto sistemático
de la moral cristiana, tiene como lógica consecuencia la afirmación de la
perspectiva teológica desde la que deben ser considerados los concretos
contenidos de la moral social. Y así procede el Catecismo. Una vez más,
como ocurre en toda la moral cristiana, el punto de partida es una antropología
formulada a la luz de la Revelación: el hombre, creado a imagen de Dios,
ha sido dotado de libertad y llamado a ejercer un señorío sobre las cosas
de este mundo en obediencia al Creador, conviviendo con los demás hombres
en el respeto de una común dignidad por su origen y su destino; elevado
a un fin sobrenatural, caído en el pecado y redimido en Cristo. Son elementos
esenciales en la antropología cristiana que establecen el marco de sentido
de los deberes morales en la vida social.
En primer lugar la imagen de Dios, presente en todo hombre, tiene importantes
connotaciones y compromisos en la convivencia humana. En efecto, dice el
Catecismo, la imagen de Dios resplandece en la comunión de las personas
a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí (n 1702). Y,
al mismo tiempo, la vocación de la humanidad es manifestar la imagen de
Dios y ser transformada a imagen del Hijo único del Padre (n 1877). Además
la dimensión individual y comunitaria del hombre, su profunda conexión en
la realidad de la persona, se expresan claramente en la vocación del hombre
a manifestar la imagen de Dios, que si bien reviste una forma personal,
puesto que cada uno es llamado a entrar en la bienaventuranza divina, concierne
también al conjunto de la comunidad humana (Ibidem). Siguiendo a Gaudium
et spes , el Catecismo afirma que existe cierta semejanza entre la unión
de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar
entre ellos, en la verdad y el amor (n 1878). Se asigna así una tarea,
se abren unas posibilidades a la convivencia humana sugeridas por la oración
del Señor: que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17,21-22).
Ciertamente, como ya lo había advertido la Constitución conciliar, el texto
evangélico abre perspectivas cerradas a la razón humana .
La creciente interdependencia de los hombres, la más clara conciencia de
la unidad del género humano en la sensibilidad de nuestro tiempo, encuentran
en la luz de la Revelación, en la consideración teológica de la vida social,
una profundidad de sentido y un compromiso moral que fundamenta concretos
deberes de conducta que enuncia la moral social cristiana, más allá, insisto,
de lo que es comprensible desde una pura racionalidad humana.
Es la perspectiva teológica de la moral social la que permite comprender,
en íntima conexión con la condición creatural del hombre y dimensión social,
las leyes que deben regular la vida de la comunidad humana, leyes que se
sitúan en la interacción entre racionalidad humana y luz de la Revelación.
La constitución Gaudium et spes había enseñado que la Revelación cristiana
presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al mismo tiempo
nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida
social, y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.
La moral social asume la racionalidad humana, pero no es una pura ética
filosófica, es teología y, por tanto, se sitúa en el campo de la fe y a
la luz de la Revelación contempla las normas morales que brotan de la naturaleza
humana y hace de ellas una formulación teológica. Es la tarea específica
que ha venido desarrollando la doctrina social cristiana, ya que la Iglesia,
en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los
principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en
orden a la vida individual y social, como en orden a la vida internacional,
y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos .
De ahí la importante función que la Iglesia cumple en la vida social, y
esto tanto
a nivel institucional, concretamente en su magisterio, como a través del
comportamiento responsable de los cristianos con una conciencia de sus deberes
morales iluminada por la fe. Si bien la misión de la Iglesia es de orden
religioso, precisamente de esta misión religiosa derivan funciones, luces
y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana
según la ley divina .
La moral cristiana, al contemplar la vida social a la luz de la Revelación,
es decir, desde una perspectiva teológica, tiene la posibilidad de hacer,
no sólo un diagnóstico certero de los problemas que surgen en la convivencia
humana, sino de descubrir la profunda etiología de los mismos, situando,
en consecuencia, al cristiano ante su radical protagonismo y responsabilidad.
En este sentido el Catecismo, al tratar del pecado original y de su incidencia
en la naturaleza humana, hace una referencia a las consecuencias negativas
que conlleva para la sociedad, al mismo tiempo que llama la atención sobre
el riesgo que lleva consigo el olvido de las mismas. Dice, efectivamente,
el texto: Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada
al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política,
de la acción social y de las costumbres (n 407). Y en el texto hay una
referencia a la encíclica Centesimus annus en la que, con mayor detalle,
Juan Pablo II reconoce que el hombre tiende hacia el bien, pero es también
capaz del mal; puede trascender su interés inmediato y, sin embargo, permanece
vinculado a él. El orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en
cuenta este hecho y no oponga el interés individual al de la sociedad en
su conjunto, sino que busque más bien los modos de su fructuosa coordinación
.
Es una exigencia de lo que ha dado en llamarse realismo cristiano en
la consideración del orden social, actitud que contrasta con los planteamientos
ideológicos que frecuentemente desembocan o bien en un cerrado pesimismo
o en un optimismo ilusorio, que el mismo Juan Pablo II denuncia: Cuando
los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social
perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos
los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla. La política
se conviene entonces en una "religión secular", que cree ilusoriamente que
puede construir el paraíso en este mundo .
El realismo cristiano, que tiene en cuenta la realidad del pecado y sus
consecuencias, acepta, sin escándalo, que no ha habido nunca, ni habrá en
la historia humana, un orden social plenamente perfecto, por lo que la necesidad
de reformas sociales se impone como una tarea moral permanente. Y es que
el pecado atenta contra la solidaridad humana (n 1849) y convierte a
los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia,
la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales
e instituciones contrarias a la bondad divina. Las "estructuras de pecado"
son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas
a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un "pecado
social" (n1869) .
Esta actitud de realismo se basa en la confianza en la responsabilidad de
la persona que, si bien es proclive al mal, conserva, con la ayuda de la
gracia, la capacidad de obrar el bien. Es preciso entonces, dice el texto,
apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia
permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén
realmente a su servicio (n 1888). El hecho de afirmar la prioridad de
la necesaria conversión del corazón no significa olvidar la necesidad de
reformas sociales, incluso de reformas en profundidad que afecten a las
mismas estructuras de la vida social. Lo que afirma el Catecismo es el papel
determinante de las actitudes personales, de los comportamientos virtuosos
en la convivencia humana. Por eso asegura que ninguna legislación podría
por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes
de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades
verdaderamente fraternas (n 1931), al mismo tiempo que advierte que no
se debe olvidar jamás que no hay estructura justa sin seres humanos que
quieran ser justos (n 2832).
3. Los valores en juego
La moral social cristiana formula los principios morales que, en el ámbito
de la vida social, traducen las exigencias de unos valores como garantía
del servicio a la dignidad de la persona en la convivencia humana. Cada
vez con más claridad la Iglesia ha justificado su preocupación por la sociedad
en el compromiso de defensa del hombre que es el camino primero y fundamental
de la Iglesia . Pero la defensa del hombre, de sus derechos fundamentales,está
condicionada en la vida social por el delicado respeto a unos valores
morales que constituyen la más sólida garantía del servicio a la dignidad
de la persona. Entre estos valores tienen una especial relevancia la libertad,
la igualdad, la verdad y la caridad.
Los sistemas ideológicos han hecho de uno u otro (la libertad y la igualdad),
bandera de sus proyectos de organización de la vida social. De este modo
el liberalismo se define por su proclamación de la libertad como valor supremo,
mientras la ideología colectivista hace de la igualdad el objetivo absoluto
al que debe subordinarse todo lo demás. De ahí que frecuentemente, en la
organización de la vida social, se haya subrayado uno de estos valores en
detrimento del otro: o bien se ha hipertrofiado el valor libertad olvidando
en consecuencia la igualdad, o bien se ha magnificado ésta a costa de la
libertad. Normalmente estos planteamientos han adolecido de un concepto
inadecuado de libertad e igualdad, consecuencia de haber perdido la obligada
referencia a la verdad sobre el hombre, referencia en la que se verifica
la autenticidad de la libertad y el sentido correcto de la igualdad. La
moral social cristiana lleva a defender el sentido genuino de estos valores
humanos y el compromiso de su defensa en la vida social. Es la tarea y el
compromiso que, a su vez, hace suyos el Catecismo.
a) Libertad
La libertad expresa y realiza la dignidad humana como fuerza de crecimiento
y de maduración en la verdad y la bondad (n 1731). El sentido de la libertad
se establece en la referencia a la verdad que afirma la condición creatural
del hombre, por lo que está sometido a las leyes de la creación y a las
normas morales que regulan el uso de la libertad (n 396), implica la
posibilidad de elegir entre el bien y el mal (n 1732), es una exigencia
inseparable de la dignidad de la persona humana (n 1738). Pero la libertad
del hombre es finita y falible. De ahí que la historia de la humanidad,
desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón
del hombre a consecuencia del mal uso de la libertad (n 1739).
El derecho al ejercicio de la libertad debe ser reconocido y protegido
civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público (n
1738). Y es que la libertad es un bien constantemente amenazado en la vida
social. En efecto las condiciones de orden económico y social, político
y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada
frecuencia, desconocidas y violadas (n 1740).
Las amenazas contra la libertad provienen en la vida social de instancias
diversas. El Catecismo pone especial énfasis en señalar el peligro que supone
para la libertad el abusivo intervencionismo del Estado en la vida pública.
En este sentido recuerda la importancia de respetar uno de los principios
clásicos de la moral social: el principio de subsidiaridad. La definición
de su significado está tomada a la letra de Centesimus annus en expresa
referencia a Quadragessimo anno (cfr. n 1883). El sentido e importancia
de este principio, que garantiza espacios de libertad de la persona en la
vida social, es afirmada con claridad: una intervención demasiado fuerte
del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales (n 1883);
El principio de subsidiaridad se opone a toda forma de colectivismo. Traza
los límites de la intervención del Estado (n 1885).
La libertad se expresa de modo positivo en la participación, definida como
el compromiso voluntario y generoso de la persona en los intercambios sociales
(n 1913). La participación, que es presentada como expresión de la dignidad
de la persona humana y como exigencia del bien común, se realiza ante todo
con la dedicación a las tareas cuya responsabilidad personal se asume: por
la atención prestada a la educación de la familia, por la responsabilidad
en el trabajo (n 1914). No deja de ser significativo que se recuerde que
la participación se realiza primordialmente al nivel de la responsabilidad
profesional y en el cumplimiento de los deberes del propio estado social.
Es en este ámbito donde es especialmente necesaria una conversión renovada
sin cesar (n 1916) para no caer en conductas fraudulentas que evaden el
cumplimiento de la ley.
Pero el Catecismo considera, al mismo tiempo, el deber que tiene toda persona
de participar en la vida pública en cuanto ciudadano. De ahí que subraye
la importancia de crear cauces que posibiliten esta participación exigida
por el ejercicio de la libertad: es preciso impulsar, alentar la creación
de asociaciones e instituciones de libre iniciativa (n 1882). Crear un
clima de participación responsable es, por otra parte, uno de los deberes
de quienes ejercen la autoridad, ya que la participación comienza por la
educación y la cultura (n 1917).
b) Igualdad
El valor igualdad es considerado por el Catecismo expresamente en un artículo
dedicado a la justicia social. El mismo título --Igualdad y diferencias
entre los hombres-- indica claramente la intención: defender la igual dignidad
de todos los hombres sin por ello caer en un igualitarismo que destruye
las individualidades o la espontaneidad vital. Porque todos los hombres
tienen el mismo origen, naturaleza y vocación, todos gozan por tanto de
una misma dignidad (n 1934). Toda discriminación en los derechos fundamentales
que brotan de la común dignidad es contraria al plan de Dios.
Sin embargo hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la
edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales,
a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución
de las riquezas. Los talentos no están distribuidos por igual (n 1936).
Son diferencias que pertenecen al plan de Dios y que alientan y con frecuencia
obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación
(n 1937). Pero el Catecismo pone especial énfasis en llamar la atención
sobre la existencia de desigualdades que califica como escandalosas, que
están en abierta contradicción con el Evangelio, y que son, por tanto, contrarias
a la voluntad de Dios (Cfr. n 1938).
El texto se refiere concretamente a las excesivas desigualdades económicas
y sociales que hieren la dignidad de las personas, conculcan la justicia
social y la equidad, y ponen en peligro la paz, también a nivel internacional.
Son estas desigualdades escandalosas las que dan a los documentos del Magisterio
en el último siglo un tono de denuncia profética de la injusticia y, al
mismo tiempo, urgen a la moral cristiana a formular concretos deberes morales
en defensa de la igual dignidad de todos los hombres. Igualdad y libertad
son valores morales irrenunciables en la vida social,
deben ser defendidos y nunca manipulados. La mejor garantía de su autenticidad
será la referencia obligada a la verdad del hombre: imagen de Dios, condición
creatural, unidad del género humano. La antropología teológica dota de sentido
a la igualdad y a la libertad y cimenta múltiples deberes morales en la
vida social.
c) la verdad
Los hombres tienen una especial obligación de tender continuamente hacia
la verdad, respetarla y atestiguarla responsablemente. Vivir en la verdad
tiene un importante significado en las relaciones sociales: la convivencia
de los seres humanos dentro de una comunidad, en efecto, es ordenada, fecunda
y conforme a su dignidad de personas, cuando se funda en la verdad las personas
y los grupos sociales cuanto más se esfuerzan por resolver los problemas
sociales según la verdad, tanto más se alejan del arbitrio y se adecuan
a las exigencias objetivas de la moralidad.
Nuestro tiempo requiere una actividad educativa y un compromiso correspondiente
por parte de todos, para que la búsqueda de la verdad, que no se puede reducir
al conjunto de opiniones o a alguna de ellas, sea promovida en todos los
ámbitos y prevalezca por encima de cualquier intento de relativizar sus
exigencias o de ofenderla. Es una cuestión que afecta particularmente al
mundo de la comunicación pública y al de la economía. En ellos, el uso sin
escrúpulos del dinero plantea interrogantes cada vez más urgentes, que remiten
necesariamente a una exigencia de transparencia y de honestidad en la actuación
personal y social.
d) La caridad
Entre las virtudes en su conjunto y especialmente entre las virtudes, los
valores sociales y la caridad, existe un vínculo profundo que debe ser reconocido
cada vez más profundamente. La caridad, a menudo limitada al ámbito de las
relaciones de proximidad, o circunscrita únicamente a los aspectos meramente
subjetivos de la actuación a favor del otro, debe ser reconsiderada en su
auténtico valor de criterio supremo y universal de toda la ética social.
De todas las vías, incluidas las que buscan y recorren para afrontar las
formas siempre nuevas de la actual cuestión social, la ?más excelente? es
la vía trazada por la caridad.
Los valores de la verdad, de la justicia y de la libertad, nacen y se desarrollan
de la fuente interior de la caridad: la convivencia humana resulta ordenada,
fecunda en el bien y apropiada a la dignidad del hombre, cuando se funda
en la verdad; cuando se realiza según la justicia, es decir, en el efectivo
respeto de los derechos y en el cumplimiento de los respectivos deberes;
cuando es realizada en la libertad que corresponde a la dignidad de los
hombres, impulsados por su misma naturaleza racional a asumir la responsabilidad
de sus propias acciones; cuando es vivificada por el amor, que hace sentir
como propias las necesidades y las exigencias de los demás e intensificad
cada vez más la comunión en los valores espirituales y la solicitud por
las necesidades materiales.
La caridad presupone y trasciende la justicia: está última ?ha de complementarse
con la caridad?. Si la justicia es ?de por si apta para servir de ?arbitro?
entre los hombres en la reciproca repartición de los bienes objetivos según
una medida adecuada, el amor en cambio, y solamente el amor es capaz de
restituir el hombre a sí mismo.
La experiencia del pasado y nuestros tiempos demuestra que la justicia
por sí sola no es suficiente. La justicia, en efecto ?en las esferas de
las relaciones interpersonales, debe experimentar, por decirlo así, una
notable ?corrección? por parte del amor que ?es paciente? y ?benigno?, o
dicho en otras palabras, lleva en sí los caracteres del amor misericordioso,
tan esenciales al evangelio y al cristianismo?.
4. La justicia social
Conviene recordar que el tratado sobre la virtud de la justicia ha merecido
una muy especial atención en los Manuales de Teología Moral. Analizando
esos Manuales, incluso desde un punto de vista meramente cuantitativo, se
observa de inmediato que han dedicado a la justicia un espacio muy superior
que a cualquiera de las otras virtudes. Se tenía la convicción de que la
justicia abarcaba un campo de deberes morales especialmente amplio, o bien
que daba lugar a una casuística muy variada que necesitaba desarrollos más
pormenorizados.
El Catecismo claramente adopta una perspectiva que reclama un tratamiento
sistemático que englobe todos los deberes de justicia que brotan de las
múltiples relaciones de la persona en el entramado social. Ciertamente en
el Catecismo hay explícitas referencias a la justicia conmutativa y también
a la distributiva (Cfr. n 2411).
Sin embargo el concepto clave, el referente obligado que fundamenta y da
sentido a múltiples deberes morales, es el de justicia social. Es bien sabido
que durante mucho tiempo se ha mantenido un amplio debate sobre cuáles sean
los contenidos específicos, el significado concreto del concepto de justicia
social. Las respuestas han sido muy diversas y han sido formuladas desde
distintos saberes científicos. Incluso no han faltado quienes han manifestado
reticencias por considerar que se trata de una redundancia sin sentido,
ya que toda justicia, por definición, es social, o, más aún,
han expresado un decidido rechazo por entender que se trata de un concepto
vacío de contenido real. Sin embargo es muy importante tratar de explicitar
y concretar el concepto de justicia social ya que la moral social cristiana,
cada vez con mayor insistencia, apela a esta justicia para urgir concretos
deberes morales --deberes de justicia-- que no encontrarían justificación
posible en las otras especies de justicia, es decir, en la conmutativa y
en la distributiva.
El Catecismo dedica un artículo a tratar de la justicia social, dentro del
capítulo en que trata de La comunidad humana y, por tanto, en la parte de
Moral Fundamental. Sin embargo no nos ofrece una precisa definición del
concepto. Se limita a decir que está ligada al bien común y al ejercicio
de la autoridad (n 1928), que sirve al respeto de la dignidad de la persona
humana y de la igualdad esencial de los hombres, y que impone deberes de
solidaridad. Considero que hubiese sido oportuna una definición de la
justicia social, o bien una aclaración del concepto que en la moral social,
y también en el Catecismo, resulta ser un concepto clave al que se apela
frecuentemente.
En el debate a que antes aludíamos y en el intento de definición de la justicia
social, una buena parte de los moralistas han venido inclinándose por identificar
el concepto de justicia social con lo que Santo Tomás llamaba justicia
general o legal .
Vale recordar que, según afirma Santo Tomás, la justicia general o legal,
es decir, la que nosotros llamamos justicia social, ordena todos los comportamientos
humanos hacia el bien común. Dice el Aquinate: Así como la caridad puede
decirse virtud general en cuanto ordena el acto de todas las virtudes al
bien divino, así también la justicia legal (general o social) en cuanto
ordena el acto de todas las virtudes al bien común . El objeto propio,
por tanto, de la justicia social es el bien común, como viene siendo afirmado
constantemente y el mismo Catecismo recuerda. Es verdad que toda justicia
tiene una referencia al bien común, por lo que, efectivamente toda justicia
es en algún sentido social. Pero mientras que la justicia conmutativa
y la distributiva ordenan de modo inmediato al bien de la persona particular
y sólo de modo mediato al bien común, la justicia social ordena el comportamiento
concreto inmediatamente al bien común y mediatamente al bien de las personas
individuales.
El Catecismo ha subrayado --como dijimos-- el carácter comunitario de la
vocación humana en la sección de Moral Fundamental, y, por tanto, concibe
a la sociedad como un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por
un principio de unidad que supera a cada una de ellas... por lo que se debe
afirmar que cada uno tiene deberes con las comunidades de que forma parte
(n 1880); en plena coherencia con ello, afirma que la justicia social formula
esos deberes para con la comunidad ordenando a este objetivo actos de todas
las virtudes. Actos de todas las virtudes, no todos los actos de todas
las virtudes . Por lo cual aquellos actos de una u otra virtud, que deben
servir de manera inmediata al bien común, se con vierten lógicamente en
deberes morales exigidos por la justicia, por la justicia social. Actos
concretos, por ejemplo, de la virtud de la honestidad, de la virtud de la
fortaleza o de la virtud de la caridad, pueden ser exigidos por la justicia,
por el bien común, por la justicia social .
Quizás parezca especialmente paradójica la posibilidad de afirmar, en este
contexto, como un deber de justicia lo que en principio es un deber de caridad,
dada la preocupación entre los moralistas en distinguir estos dos ámbitos
de deberes morales.
Posiblemente nos encontramos ante deberes morales, cada vez más importantes
en la vida social, que se sitúan en el ámbito de la virtud de la solidaridad,
cuya relación con la caridad y con la justicia no ha sido, de forma sistemática,
plenamente identificada .
En una sociedad en la que el actuar pensando exclusivamente en el interés
individual es causa de tantas injusticias, la apelación a la justicia social
constituye un antídoto eficaz contra toda forma de individualismo exacerbado,
difícilmente subsanable, por lo demás, con las formas de justicia particular:
conmutativa y distributiva.
5. La comunidad política
La comunidad política tiene como fin propio procurar el bien común, a cuya
consecución la autoridad debe ordenar el esfuerzo de todos los ciudadanos.
La cooperación de todos en el bien común se presenta como un importante
núcleo de deberes morales. Quienes en la organización de la vida política
detentan el poder son sujetos de peculiares deberes morales en orden a garantizar
el efectivo respeto del derecho de todas las personas, tanto en su condición
de seres individuales como miembros de la comunidad.
La Iglesia, y por tanto la moral cristiana, se preocupa de la vida política
por su obligada preocupación por el respeto a la dignidad de la persona.
El Catecismo, citando Gaudium et spes, justifica esta preocupación en los
siguientes términos: Pertenece a la misión de la Iglesia emitir un juicio
moral incluso sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan
los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando
todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de
todos según la diversidad de tiempos y condiciones (n 2246) . La Iglesia
no se confunde con la comunidad política ni interfiere en sus propias competencias.
El sentido y finalidad de su misión consiste en ser signo y salvaguardia
del carácter trascendente de la persona humana (n 2245), velando para
que las instituciones, las leyes y los individuos respeten esta dimensión
constitutiva de la persona.
Es precisamente el carácter trascendente de la persona, el reconocimiento
de que Dios es el origen y el destino de hombre, la razón de la obligada
referencia a un criterio objetivo del bien y del mal en la organización
de la vida social. La Iglesia, que aprecia el sistema de la democracia,
advierte del peligro que supone prescindir de una correcta antropología
ya que toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión
del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su
jerarquía de valores, su línea de conducta (n 2244). El Catecismo, siguiendo
casi a la letra a Centesimus annus, denuncia el peligro de totalitarismo
que amenaza al sistema democrático cuando pretende construirse sin referencia
a valores éticos objetivos, ya que una democracia sin valores se conviene
con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la
historia. Se señala así una inevitable consecuencia del intento de construir
un sistema político, sea el que sea, y también el democrático, sobre un
agnosticismo y un relativismo escéptico, del intento de cimentar el sistema
sobre la arenas movedizas de las ideologías en lugar de la roca firme de
una verdad que verifica los elementos esenciales de una correcta antropología.
El Catecismo acepta, pues, la validez del sistema democrático sin reticencias,
si bien advierte del peligro que amenaza cuando se prescinde de la referencia
a valores éticos objetivos y permanentemente válidos, referencia con la
que de suyo es compatible como sistema político. Al mismo tiempo reconoce
que es moralmente admisible la diversidad de regímenes políticos. Siempre
que cumplan el obligado servicio al bien de la comunidad la determinación
del régimen y la designación de los gobernantes ha de dejarse a la libre
voluntad de los ciudadanos (n. 1901). Un tema clave de la moral social
cristiana, en relación con la vida política, es el del origen del poder
y su referencia a Dios.
Lógicamente también el Catecismo le presta atención. Esto lleva consigo,
al menos, dos importantes consecuencias. En primer lugar la afirmación del
origen divino del poder, es decir, de su referencia constitutiva a Dios,
constituye un límite ineludible
al ejercicio del mismo: el ejercicio de una autoridad está moralmente regulado
por su origen divino (n 2235). Por eso toda ley humana debe conformarse
a la justa razón, realizando así su conexión con la ley eterna. Cuando la
ley cumple esta condición se produce la segunda consecuencia del origen
divino del poder: se conviene en voluntad de Dios, obliga en conciencia,
es decir, el obedecer a la ley es un comportamiento virtuoso, mientras que
su incumplimiento es pecado. Debería recordarse siempre el apremio con que
la moral cristiana urge el cumplimiento de las leyes civiles, al mismo tiempo
que la responsabilidad de los legisladores en formular las leyes en respeto
delicado a la racionalidad, es decir, a la ley de Dios. Cuando no se da
este respeto la ley es injusta y la conciencia cristiana debe negarse a
su cumplimiento mediante la objeción de conciencia.
En íntima conexión con el uso abusivo de la autoridad que supone el emanar
leyes injustas, el Catecismo, al tratar del escándalo, hace una clara denuncia
del escándalo que puede ser producido por la ley y por las instituciones.
Definido el escándalo como la actitud o el comportamiento que induce a
otro a hacer el mal (n 2284), el texto adviene que se hacen culpables
de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan
a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa,
o a condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua
y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos
(n 2286).
La preocupación de la Iglesia por la vida pública da origen a responsabilidades
diversas de sus miembros en relación con la política. Por eso el Catecismo
recuerda que No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir en
la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea
forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia
iniciativa con sus conciudadanos. La acción social puede implicar una pluralidad
de vías concretas (n 2442). En efecto, las enseñanzas de la doctrina social
cristiana, relativas a la vida social, ayudan a la formación de la conciencia
para que los cristianos den una respuesta responsable, con la ayuda también
de la razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables
de la sociedad terrena. Entre la doctrina enseñada y su plasmación en la
realidad social se sitúa la tarea propia de los laicos, como recuerda el
Catecismo: La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria
cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias
de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales,
políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida
de la Iglesia. Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada
de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de
la sociedad (n 899).
6. Compromiso moral en la actividad económica
El Magisterio eclesial y la teología moral han entendido siempre que la
actividad económica es una actividad humana que tiene su sentido en el servicio
a la persona y debe realizarse, por tanto, en obligada referencia a concretos
valores morales. La constitución Gaudium et spes ha concretado con claridad
lo que constituye el marco ético de referencia en la economía al afirmar
que el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social
. Por su parte los economistas se han planteado con frecuencia la cuestión
de si su disciplina científica ha de ser considerada como una ciencia puramente
positiva o si, por el contrario, tiene también un carácter normativo. Si
bien se acepta que el campo de la ética y el de la economía son lógicamente
distintos, se reconoce que en la práctica son inevitables las conexiones
entre ambas.
El Catecismo comienza reconociendo, como una exigencia del respeto a la
legítima autonomía de las realidades temporales y, por tanto, de la autonomía
de las ciencias, que la actividad económica, ordenada ante todo al servicio
de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana, está
lógicamente dirigida según sus propios métodos. Añade a continuación que
debe moverse no obstante dentro de los límites del orden moral, según la
justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre (n2426).
Ya se comprende que la apelación a la justicia social, como referente
obligado de la actividad económica, está indicando la existencia de deberes
concretos en este campo más allá de las exigencias de la justicia conmutativa,
deberes morales que, exigidos por la justicia del bien común, pueden pertenecer
en su raíz a otras virtudes.
Recuerda el Catecismo que en materia económica, para que efectivamente se
respete la dignidad de la persona, es necesaria la práctica de tres virtudes:
templanza, justicia y solidaridad (cfr. n 2407). La templanza asegura el
mantener una actitud adecuada ante los bienes económicos moderando el excesivo
apego a los mismos. Garantiza, así, el señorío del hombre sobre las cosas
e impide caer en un burdo servilismo que degenera en esclavitud. Es lo que
ocurre cuando se cae en el vicio del consumismo en cuanto implica una manipulación
artificiosa de las necesidades humanas un volcarse en la búsqueda de la
satisfacción del tener en detrimento del ser. Por otra parte es la virtud
de la justicia la que, en el ámbito económico, vela por el respeto a los
derechos del prójimo, al inclinar la voluntad a darle lo que le es debido,
como indica el texto del Catecismo. No se explicita de qué justicia se trata.
En todo caso no se puede pensar únicamente en la justicia conmutativa, en
la que tiene especial vigencia en el ámbito contractual. Debe entenderse
de la justicia en sentido más genérico, comprendiendo por tanto la justicia
social. De ahí que a la justicia debe acompañarle la solidaridad como expresión
de deberes morales no formulables desde la justicia considerada a nivel
únicamente interindividual.
La libertad es un bien que debe respetarse también en el campo de la actividad
económica. En línea de continuidad con el Magisterio social de las últimas
décadas, el Catecismo defiende el derecho de propiedad para garantizar
la libertad y la dignidad de las personas (n 2402) 24. De manera positiva
la libertad se despliega en la participación en la vida económica: Cada
uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente
de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos,
y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos (n 2429). En este contexto
el Catecismo aborda la cuestión de la responsabilidad del Estado en la actividad
económica (cfr. n 2431), y lo hace con una cita literal de Centesimus annus
(n 48). La responsabilidad del Estado viene expresada en dos niveles: por
una parte las tareas que le son propias en la vida económica, por otra los
límites de su intervención. Las tareas consisten, fundamentalmente, en crear
un marco institucional, jurídico y político que garantice un correcto funcionamiento
del mercado. Los límites vienen impuestos por el respeto al principio de
subsidiaridad. En este sentido un buen comentario, o mejor un más amplio
desarrollo doctrinal, es el texto de Centesimus annus, en el que se critican
los excesos del allí llamado Estado de bienestar, consistentes en el asumir
de manera habitual por parte del Estado tareas y funciones de suplencia
que sólo se justificarían, en el caso de ser necesarias, con carácter excepcional
y limitadas temporalmente.
No falta en el Catecismo una breve pero importante referencia a la existencia
de conflictos en la actividad económica. Reconoce que la vida económica
se ve afectada por intereses diversos, con frecuencia opuestos entre sí
(n 2430). No califica estos conflictos ni los valora. únicamente insiste
en la necesidad de superarlos mediante la negociación entre las partes implicadas,
reclamando la intervención de los poderes públicos solamente en caso necesario,
es decir, cuando se hubiesen agotado las posibilidades de arreglo mediante
la negociación entre los interesados.
Tienen quizás un especial interés los juicios que formula el Catecismo sobre
los sistemas económicos, por ser este un tema que ha merecido detenida atención
por parte de los moralistas y también por parte de recientes documentos
del Magisterio. En primer lugar comienza rechazando lo que suele denominarse
?economismo? o ?materialismo? , es decir, todo sistema según el cual
las relaciones sociales deben estar determinadas enteramente por los factores
económicos (n 2423). No es posible, en efecto, una comprensión adecuada
del hombre o del sentido de la vida social desde una absolutización del
sector de la economía.
7. La cultura
Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una
recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura
se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla
en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de
los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de
sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien
común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón
del hombre, y el modo como este se compromete a construir el propio futuro
depende de la concepción que tiene de si mismo y de su entorno .
La cultura es el espacio vital con el cual, la persona humana se coloca
cara a cara con el Evangelio. Así como la cultura es el resultado de la
vida y de la actividad de un grupo humano, del mismo modo, las personas
que pertenecen a ese grupo, están orientadas hacia un largo alcance por
la cultura en la cual ellas viven. Como las personas y la sociedad cambian,
así también, muchas son las personas y las sociedades transformadas por
la cultura. Desde está perspectiva se llega a aclarar porque la evangelización
y la inculturación son natural e íntimamente relacionadas entre sí. El Evangelio
y la evangelización no son, ciertamente, idénticos a la cultura; ellos son
independientes de ella. Sin embargo, el Reino de Cristo llega a la gente
que está profundamente vinculada a la cultura, y la construcción del Reino
no puede eludir el tomar prestados elementos de las culturas humanas.
No es posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a partir
del sector de la economía, ni es posible definirlo simplemente tomando como
base su pertenencia a una clase social al hombre se lo comprende de manera
más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la lengua,
la historia y las actitudes que asume ante los acontecimientos fundamentales
de la existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto central
de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio
más grande: el misterio de Dios. Las culturas de las diversas son, en el
fondo, otras tantas maneras diversas de plantear la pregunta acerca del
sentido de la existencia personal. Cuando esta pregunta es eliminada, se
corrompen la cultura y la vida moral de las naciones .
8. El bien común
Conforme a la naturaleza social del hombre, el bien de cada cual está necesariamente
relacionado con el bien común. Este sólo puede ser definido con referencia
a la persona humana: ?No vivan aislados, cerrados en ustedes mismos, como
si estuviesen ya justificados, sino reunidos para buscar juntos lo que constituye
el interés común?
Por bien común, es preciso entender ?el conjunto de aquellas condiciones
de la vida social que permiten a cada uno de sus miembros conseguir más
plena y fácilmente su propia perfección? . El bien común afecta a la vida
de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de
aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales: supone,
en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del bien
común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales
e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada uno
de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común reside
en las condiciones de ejercicio de las libertades que son indispensables
para el desarrollo de la vocación humana: ?derecho a actuar de acuerdo con
la recta norma de conciencia, a la protección de la vida privada y a la
justa libertad, también en materia religiosa? (Gaudium et spes n 26).
Conclusión
La doctrina Social pertenece a la Iglesia y es su misión evangelizadora
y forma parte esencial del mensaje cristiano, ya que esta doctrina expone
sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y encuadra incluso
el trabajo cotidiano y las luchas por la justicia en el testimonio de Cristo
Salvador.
Es sobre todo el hombre en su relación personal con otras personas el fundamento
de la doctrina social. Es decir el hombre visto en lo que es y debe ser.
El hombre en su realidad singular tiene una historia propia y sobre todo
una historia propia de su alma.
El hombre conforme a la apertura interior de su espíritu y al mismo tiempo
a tantas y tan diversas necesidades de su cuerpo y de su existencia temporal,
escribe esta historia suya personal por medio de sus numerosos lazos, contactos,
situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo
hace desde el primer momento de su existencia sobre la tierra, desde el
momento de su concepción y de su nacimiento.
Este hombre es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado
por Cristo mismo vía que conduce a través del ministerio de la Encarnación
y de la redención?... (Redemptor Hominis n 14).
Introducción
Durante las últimas décadas, incluso se podría decir durante el último siglo,
la moral social cristiana, en su tratamiento sistemático ha experimentado
una evolución continuada. Por una parte ha seguido vigente el tradicional
tratado sobre la virtud de la justicia que fijaba su atención, de modo casi
exclusivo, en la justicia conmutativa, es decir, en los deberes de justicia
a nivel interindividual, justicia que se realiza primordialmente en los
intercambios, en los contratos. Esto no significa, en modo alguno, que la
conciencia cristiana no fuera sensible a otras exigencias de justicia distintas
de las que brotan de la conmutativa, o incluso de la distributiva, como
formas ambas de la clásicamente llamada justicia particular.
Lo que ocurría normalmente era que los deberes que son exigibles desde la
denominada justicia general, o según la terminología acuñada en el último
siglo justicia social, eran contemplados en una disciplina científica
distinta: la que
viene denominándose como doctrina social de la Iglesia.
La historia de esta disciplina, en su etapa moderna, se inicia hace un siglo
con la publicación de la encíclica Rerum novarum y ha ido enriqueciéndose
progresivamente con las aportaciones del Magisterio y de la reflexión sistemática,
hasta formar lo que Juan Pablo II llama un corpus doctrinal , o cuerpo
de doctrina como dice el Catecismo (n 2422). Desde el pontificado de Pío
XII a dicha disciplina se le denomina doctrina social de la Iglesia y
su historia está unida a los avatares sufridos por dicha expresión. A grandes
trazos podría resumirse así: una etapa que va desde Pío XII a Juan XXIII
en la que esta expresión es aceptada pacíficamente, si bien no se definen
los rasgos de su identidad, hasta el punto de que es considerada más afín
al campo de la filosofía que al propio del saber teológico; la etapa del
Concilio Vaticano II en que el uso de esta fórmula es cuestionado en el
aula conciliar, si bien no deja de ser utilizada en los textos; la etapa
del posconcilio en la que la fórmula es poco utilizada sin que se llegue
a un absoluto abandono, y, por fin, la etapa que se inicia con el pontificado
de Juan Pablo II en la que la fórmula es expresamente rehabilitada .
Desde ese momento se impone la tarea de definir el estatuto científico de
la doctrina social de la Iglesia: fuentes, método, en definitiva todo lo
que atañe a
su epistemología. Dado el progreso experimentado en la comprensión de la
naturaleza de la doctrina social de la Iglesia, y su adscripción al ámbito
teológico aceptada
en la actualidad, parece deseable y asequible el objetivo de unificar la
moral social en un único tratado, que sistemáticamente contemple los deberes
de justicia tanto a nivel interpersonal como en la dimensión inmediata y
directamente social. En este contexto y al servicio de este objetivo, considero
que puede valorarse la exposición que el nuevo Catecismo hace de la moral
social.
Desarrollo
1. Carácter social de la moral cristiana
La tercera parte del Catecismo, dedicada a La vida en Cristo, es decir,
a la vida moral cristiana, se divide en dos secciones que corresponden a
lo que en el tratamiento sistemático viene llamándose Moral Fundamental
y Moral Especial. La sección segunda --Moral Especial-- se desarrolla en
torno al Decálogo, siguiendo así la tradición catequética, distinta a este
respecto de la tradición sistemática que organiza esta parte en torno a
otros esquemas, preferentemente en torno a las virtudes.
Pero nos interesa ahora detenernos en la sección primera dedicada a la Moral
fundamental. Se divide ésta en tres capítulos de los que los dos primeros
tratan del sujeto moral, mientras que el tercero considera la parte que
a Dios corresponde en el obrar moral humano, es decir, la ley y la gracia.
Pues bien, en el capítulo primero --La dignidad de la persona humana--
aborda el texto los temas clásicos de la Moral Fundamental: imagen de Dios,
vocación a la bienaventuranza, la libertad, los actos humanos, las pasiones,
la conciencia, la virtud y el pecado.
El capítulo segundo, que sigue tratando del sujeto moral, constituye una
cierta novedad si se compara con los manuales de Moral Fundamental al uso.
Efectivamente, bajo el título La comunidad humana, trata de la dimensión
social de la persona como sujeto moral, del carácter comunitario de la vocación
humana. Este planteamiento tiene, a mi modo de ver, un hondo significado
para la comprensión de la moral cristiana.
Significa que la moral social no es solamente una parte de la moral cristiana,
sino un aspecto constitutivo de la misma, una dimensión esencial presente,
de modo habitual, en todo obrar moral, y también, por tanto, en el obrar
moral cristiano. De ahí que hablar de moral social cristiana, no deja
de ser, en realidad, una redundancia, ya que toda la moral cristiana es
esencialmente social, dado el carácter comunitario de la persona humana
como sujeto del actuar moral. Estaríamos ante un pleonasmo idéntico al que
De Lubac criticaba, con razón, al referirse a la expresión catolicismo
social .
Constituye este planteamiento un eficaz antídoto contra cualquier tentación
de individualismo en la consideración de los concretos comportamientos morales
que se contemplan en la Moral Especial. La persona, el sujeto moral, es
al mismo tiempo un ser individual y social y, por tanto, en el actuar moral
está siempre presente esta doble dimensión. De ahí que la moral social,
y concretamente la doctrina social de la Iglesia, no pueda ser considerada
exclusivamente como una parte adecuadamente distinta de la moral cristiana,
y mucho menos como un apéndice extrínseco a la misma. Razones de índole
sistemática justifican que sigamos hablando de la moral social como de una
parte de la moral cristiana, es decir, aquella que contempla comportamientos
más directa e inmediatamente vinculados con el carácter social de la persona,
pero a condición de no olvidar que, en realidad, la dimensión social está
presente en todo el actuar moral.
El hecho de que el Catecismo dedique un capítulo, en la sección dedicada
a la Moral Fundamental, a tratar del carácter comunitario de la vocación
humana tiene un importante significado para la consideración de toda la
moral cristiana que no debería pasar desapercibido.
2. Perspectiva teológica
La definición del carácter teológico de la doctrina social de la Iglesia,
como antes hemos recordado, y la incorporación de la misma al conjunto sistemático
de la moral cristiana, tiene como lógica consecuencia la afirmación de la
perspectiva teológica desde la que deben ser considerados los concretos
contenidos de la moral social. Y así procede el Catecismo. Una vez más,
como ocurre en toda la moral cristiana, el punto de partida es una antropología
formulada a la luz de la Revelación: el hombre, creado a imagen de Dios,
ha sido dotado de libertad y llamado a ejercer un señorío sobre las cosas
de este mundo en obediencia al Creador, conviviendo con los demás hombres
en el respeto de una común dignidad por su origen y su destino; elevado
a un fin sobrenatural, caído en el pecado y redimido en Cristo. Son elementos
esenciales en la antropología cristiana que establecen el marco de sentido
de los deberes morales en la vida social.
En primer lugar la imagen de Dios, presente en todo hombre, tiene importantes
connotaciones y compromisos en la convivencia humana. En efecto, dice el
Catecismo, la imagen de Dios resplandece en la comunión de las personas
a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí (n 1702). Y,
al mismo tiempo, la vocación de la humanidad es manifestar la imagen de
Dios y ser transformada a imagen del Hijo único del Padre (n 1877). Además
la dimensión individual y comunitaria del hombre, su profunda conexión en
la realidad de la persona, se expresan claramente en la vocación del hombre
a manifestar la imagen de Dios, que si bien reviste una forma personal,
puesto que cada uno es llamado a entrar en la bienaventuranza divina, concierne
también al conjunto de la comunidad humana (Ibidem). Siguiendo a Gaudium
et spes , el Catecismo afirma que existe cierta semejanza entre la unión
de las personas divinas y la fraternidad que los hombres deben instaurar
entre ellos, en la verdad y el amor (n 1878). Se asigna así una tarea,
se abren unas posibilidades a la convivencia humana sugeridas por la oración
del Señor: que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17,21-22).
Ciertamente, como ya lo había advertido la Constitución conciliar, el texto
evangélico abre perspectivas cerradas a la razón humana .
La creciente interdependencia de los hombres, la más clara conciencia de
la unidad del género humano en la sensibilidad de nuestro tiempo, encuentran
en la luz de la Revelación, en la consideración teológica de la vida social,
una profundidad de sentido y un compromiso moral que fundamenta concretos
deberes de conducta que enuncia la moral social cristiana, más allá, insisto,
de lo que es comprensible desde una pura racionalidad humana.
Es la perspectiva teológica de la moral social la que permite comprender,
en íntima conexión con la condición creatural del hombre y dimensión social,
las leyes que deben regular la vida de la comunidad humana, leyes que se
sitúan en la interacción entre racionalidad humana y luz de la Revelación.
La constitución Gaudium et spes había enseñado que la Revelación cristiana
presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al mismo tiempo
nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida
social, y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.
La moral social asume la racionalidad humana, pero no es una pura ética
filosófica, es teología y, por tanto, se sitúa en el campo de la fe y a
la luz de la Revelación contempla las normas morales que brotan de la naturaleza
humana y hace de ellas una formulación teológica. Es la tarea específica
que ha venido desarrollando la doctrina social cristiana, ya que la Iglesia,
en el transcurso de los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los
principios de justicia y equidad, exigidos por la recta razón, tanto en
orden a la vida individual y social, como en orden a la vida internacional,
y los ha manifestado especialmente en estos últimos tiempos .
De ahí la importante función que la Iglesia cumple en la vida social, y
esto tanto
a nivel institucional, concretamente en su magisterio, como a través del
comportamiento responsable de los cristianos con una conciencia de sus deberes
morales iluminada por la fe. Si bien la misión de la Iglesia es de orden
religioso, precisamente de esta misión religiosa derivan funciones, luces
y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana
según la ley divina .
La moral cristiana, al contemplar la vida social a la luz de la Revelación,
es decir, desde una perspectiva teológica, tiene la posibilidad de hacer,
no sólo un diagnóstico certero de los problemas que surgen en la convivencia
humana, sino de descubrir la profunda etiología de los mismos, situando,
en consecuencia, al cristiano ante su radical protagonismo y responsabilidad.
En este sentido el Catecismo, al tratar del pecado original y de su incidencia
en la naturaleza humana, hace una referencia a las consecuencias negativas
que conlleva para la sociedad, al mismo tiempo que llama la atención sobre
el riesgo que lleva consigo el olvido de las mismas. Dice, efectivamente,
el texto: Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada
al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política,
de la acción social y de las costumbres (n 407). Y en el texto hay una
referencia a la encíclica Centesimus annus en la que, con mayor detalle,
Juan Pablo II reconoce que el hombre tiende hacia el bien, pero es también
capaz del mal; puede trascender su interés inmediato y, sin embargo, permanece
vinculado a él. El orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en
cuenta este hecho y no oponga el interés individual al de la sociedad en
su conjunto, sino que busque más bien los modos de su fructuosa coordinación
.
Es una exigencia de lo que ha dado en llamarse realismo cristiano en
la consideración del orden social, actitud que contrasta con los planteamientos
ideológicos que frecuentemente desembocan o bien en un cerrado pesimismo
o en un optimismo ilusorio, que el mismo Juan Pablo II denuncia: Cuando
los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social
perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos
los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla. La política
se conviene entonces en una "religión secular", que cree ilusoriamente que
puede construir el paraíso en este mundo .
El realismo cristiano, que tiene en cuenta la realidad del pecado y sus
consecuencias, acepta, sin escándalo, que no ha habido nunca, ni habrá en
la historia humana, un orden social plenamente perfecto, por lo que la necesidad
de reformas sociales se impone como una tarea moral permanente. Y es que
el pecado atenta contra la solidaridad humana (n 1849) y convierte a
los hombres en cómplices unos de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia,
la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales
e instituciones contrarias a la bondad divina. Las "estructuras de pecado"
son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas
a cometer a su vez el mal. En un sentido analógico constituyen un "pecado
social" (n1869) .
Esta actitud de realismo se basa en la confianza en la responsabilidad de
la persona que, si bien es proclive al mal, conserva, con la ayuda de la
gracia, la capacidad de obrar el bien. Es preciso entonces, dice el texto,
apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia
permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén
realmente a su servicio (n 1888). El hecho de afirmar la prioridad de
la necesaria conversión del corazón no significa olvidar la necesidad de
reformas sociales, incluso de reformas en profundidad que afecten a las
mismas estructuras de la vida social. Lo que afirma el Catecismo es el papel
determinante de las actitudes personales, de los comportamientos virtuosos
en la convivencia humana. Por eso asegura que ninguna legislación podría
por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes
de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades
verdaderamente fraternas (n 1931), al mismo tiempo que advierte que no
se debe olvidar jamás que no hay estructura justa sin seres humanos que
quieran ser justos (n 2832).
3. Los valores en juego
La moral social cristiana formula los principios morales que, en el ámbito
de la vida social, traducen las exigencias de unos valores como garantía
del servicio a la dignidad de la persona en la convivencia humana. Cada
vez con más claridad la Iglesia ha justificado su preocupación por la sociedad
en el compromiso de defensa del hombre que es el camino primero y fundamental
de la Iglesia . Pero la defensa del hombre, de sus derechos fundamentales,está
condicionada en la vida social por el delicado respeto a unos valores
morales que constituyen la más sólida garantía del servicio a la dignidad
de la persona. Entre estos valores tienen una especial relevancia la libertad,
la igualdad, la verdad y la caridad.
Los sistemas ideológicos han hecho de uno u otro (la libertad y la igualdad),
bandera de sus proyectos de organización de la vida social. De este modo
el liberalismo se define por su proclamación de la libertad como valor supremo,
mientras la ideología colectivista hace de la igualdad el objetivo absoluto
al que debe subordinarse todo lo demás. De ahí que frecuentemente, en la
organización de la vida social, se haya subrayado uno de estos valores en
detrimento del otro: o bien se ha hipertrofiado el valor libertad olvidando
en consecuencia la igualdad, o bien se ha magnificado ésta a costa de la
libertad. Normalmente estos planteamientos han adolecido de un concepto
inadecuado de libertad e igualdad, consecuencia de haber perdido la obligada
referencia a la verdad sobre el hombre, referencia en la que se verifica
la autenticidad de la libertad y el sentido correcto de la igualdad. La
moral social cristiana lleva a defender el sentido genuino de estos valores
humanos y el compromiso de su defensa en la vida social. Es la tarea y el
compromiso que, a su vez, hace suyos el Catecismo.
a) Libertad
La libertad expresa y realiza la dignidad humana como fuerza de crecimiento
y de maduración en la verdad y la bondad (n 1731). El sentido de la libertad
se establece en la referencia a la verdad que afirma la condición creatural
del hombre, por lo que está sometido a las leyes de la creación y a las
normas morales que regulan el uso de la libertad (n 396), implica la
posibilidad de elegir entre el bien y el mal (n 1732), es una exigencia
inseparable de la dignidad de la persona humana (n 1738). Pero la libertad
del hombre es finita y falible. De ahí que la historia de la humanidad,
desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón
del hombre a consecuencia del mal uso de la libertad (n 1739).
El derecho al ejercicio de la libertad debe ser reconocido y protegido
civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público (n
1738). Y es que la libertad es un bien constantemente amenazado en la vida
social. En efecto las condiciones de orden económico y social, político
y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada
frecuencia, desconocidas y violadas (n 1740).
Las amenazas contra la libertad provienen en la vida social de instancias
diversas. El Catecismo pone especial énfasis en señalar el peligro que supone
para la libertad el abusivo intervencionismo del Estado en la vida pública.
En este sentido recuerda la importancia de respetar uno de los principios
clásicos de la moral social: el principio de subsidiaridad. La definición
de su significado está tomada a la letra de Centesimus annus en expresa
referencia a Quadragessimo anno (cfr. n 1883). El sentido e importancia
de este principio, que garantiza espacios de libertad de la persona en la
vida social, es afirmada con claridad: una intervención demasiado fuerte
del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales (n 1883);
El principio de subsidiaridad se opone a toda forma de colectivismo. Traza
los límites de la intervención del Estado (n 1885).
La libertad se expresa de modo positivo en la participación, definida como
el compromiso voluntario y generoso de la persona en los intercambios sociales
(n 1913). La participación, que es presentada como expresión de la dignidad
de la persona humana y como exigencia del bien común, se realiza ante todo
con la dedicación a las tareas cuya responsabilidad personal se asume: por
la atención prestada a la educación de la familia, por la responsabilidad
en el trabajo (n 1914). No deja de ser significativo que se recuerde que
la participación se realiza primordialmente al nivel de la responsabilidad
profesional y en el cumplimiento de los deberes del propio estado social.
Es en este ámbito donde es especialmente necesaria una conversión renovada
sin cesar (n 1916) para no caer en conductas fraudulentas que evaden el
cumplimiento de la ley.
Pero el Catecismo considera, al mismo tiempo, el deber que tiene toda persona
de participar en la vida pública en cuanto ciudadano. De ahí que subraye
la importancia de crear cauces que posibiliten esta participación exigida
por el ejercicio de la libertad: es preciso impulsar, alentar la creación
de asociaciones e instituciones de libre iniciativa (n 1882). Crear un
clima de participación responsable es, por otra parte, uno de los deberes
de quienes ejercen la autoridad, ya que la participación comienza por la
educación y la cultura (n 1917).
b) Igualdad
El valor igualdad es considerado por el Catecismo expresamente en un artículo
dedicado a la justicia social. El mismo título --Igualdad y diferencias
entre los hombres-- indica claramente la intención: defender la igual dignidad
de todos los hombres sin por ello caer en un igualitarismo que destruye
las individualidades o la espontaneidad vital. Porque todos los hombres
tienen el mismo origen, naturaleza y vocación, todos gozan por tanto de
una misma dignidad (n 1934). Toda discriminación en los derechos fundamentales
que brotan de la común dignidad es contraria al plan de Dios.
Sin embargo hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la
edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales,
a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución
de las riquezas. Los talentos no están distribuidos por igual (n 1936).
Son diferencias que pertenecen al plan de Dios y que alientan y con frecuencia
obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación
(n 1937). Pero el Catecismo pone especial énfasis en llamar la atención
sobre la existencia de desigualdades que califica como escandalosas, que
están en abierta contradicción con el Evangelio, y que son, por tanto, contrarias
a la voluntad de Dios (Cfr. n 1938).
El texto se refiere concretamente a las excesivas desigualdades económicas
y sociales que hieren la dignidad de las personas, conculcan la justicia
social y la equidad, y ponen en peligro la paz, también a nivel internacional.
Son estas desigualdades escandalosas las que dan a los documentos del Magisterio
en el último siglo un tono de denuncia profética de la injusticia y, al
mismo tiempo, urgen a la moral cristiana a formular concretos deberes morales
en defensa de la igual dignidad de todos los hombres. Igualdad y libertad
son valores morales irrenunciables en la vida social,
deben ser defendidos y nunca manipulados. La mejor garantía de su autenticidad
será la referencia obligada a la verdad del hombre: imagen de Dios, condición
creatural, unidad del género humano. La antropología teológica dota de sentido
a la igualdad y a la libertad y cimenta múltiples deberes morales en la
vida social.
c) la verdad
Los hombres tienen una especial obligación de tender continuamente hacia
la verdad, respetarla y atestiguarla responsablemente. Vivir en la verdad
tiene un importante significado en las relaciones sociales: la convivencia
de los seres humanos dentro de una comunidad, en efecto, es ordenada, fecunda
y conforme a su dignidad de personas, cuando se funda en la verdad las personas
y los grupos sociales cuanto más se esfuerzan por resolver los problemas
sociales según la verdad, tanto más se alejan del arbitrio y se adecuan
a las exigencias objetivas de la moralidad.
Nuestro tiempo requiere una actividad educativa y un compromiso correspondiente
por parte de todos, para que la búsqueda de la verdad, que no se puede reducir
al conjunto de opiniones o a alguna de ellas, sea promovida en todos los
ámbitos y prevalezca por encima de cualquier intento de relativizar sus
exigencias o de ofenderla. Es una cuestión que afecta particularmente al
mundo de la comunicación pública y al de la economía. En ellos, el uso sin
escrúpulos del dinero plantea interrogantes cada vez más urgentes, que remiten
necesariamente a una exigencia de transparencia y de honestidad en la actuación
personal y social.
d) La caridad
Entre las virtudes en su conjunto y especialmente entre las virtudes, los
valores sociales y la caridad, existe un vínculo profundo que debe ser reconocido
cada vez más profundamente. La caridad, a menudo limitada al ámbito de las
relaciones de proximidad, o circunscrita únicamente a los aspectos meramente
subjetivos de la actuación a favor del otro, debe ser reconsiderada en su
auténtico valor de criterio supremo y universal de toda la ética social.
De todas las vías, incluidas las que buscan y recorren para afrontar las
formas siempre nuevas de la actual cuestión social, la ?más excelente? es
la vía trazada por la caridad.
Los valores de la verdad, de la justicia y de la libertad, nacen y se desarrollan
de la fuente interior de la caridad: la convivencia humana resulta ordenada,
fecunda en el bien y apropiada a la dignidad del hombre, cuando se funda
en la verdad; cuando se realiza según la justicia, es decir, en el efectivo
respeto de los derechos y en el cumplimiento de los respectivos deberes;
cuando es realizada en la libertad que corresponde a la dignidad de los
hombres, impulsados por su misma naturaleza racional a asumir la responsabilidad
de sus propias acciones; cuando es vivificada por el amor, que hace sentir
como propias las necesidades y las exigencias de los demás e intensificad
cada vez más la comunión en los valores espirituales y la solicitud por
las necesidades materiales.
La caridad presupone y trasciende la justicia: está última ?ha de complementarse
con la caridad?. Si la justicia es ?de por si apta para servir de ?arbitro?
entre los hombres en la reciproca repartición de los bienes objetivos según
una medida adecuada, el amor en cambio, y solamente el amor es capaz de
restituir el hombre a sí mismo.
La experiencia del pasado y nuestros tiempos demuestra que la justicia
por sí sola no es suficiente. La justicia, en efecto ?en las esferas de
las relaciones interpersonales, debe experimentar, por decirlo así, una
notable ?corrección? por parte del amor que ?es paciente? y ?benigno?, o
dicho en otras palabras, lleva en sí los caracteres del amor misericordioso,
tan esenciales al evangelio y al cristianismo?.
4. La justicia social
Conviene recordar que el tratado sobre la virtud de la justicia ha merecido
una muy especial atención en los Manuales de Teología Moral. Analizando
esos Manuales, incluso desde un punto de vista meramente cuantitativo, se
observa de inmediato que han dedicado a la justicia un espacio muy superior
que a cualquiera de las otras virtudes. Se tenía la convicción de que la
justicia abarcaba un campo de deberes morales especialmente amplio, o bien
que daba lugar a una casuística muy variada que necesitaba desarrollos más
pormenorizados.
El Catecismo claramente adopta una perspectiva que reclama un tratamiento
sistemático que englobe todos los deberes de justicia que brotan de las
múltiples relaciones de la persona en el entramado social. Ciertamente en
el Catecismo hay explícitas referencias a la justicia conmutativa y también
a la distributiva (Cfr. n 2411).
Sin embargo el concepto clave, el referente obligado que fundamenta y da
sentido a múltiples deberes morales, es el de justicia social. Es bien sabido
que durante mucho tiempo se ha mantenido un amplio debate sobre cuáles sean
los contenidos específicos, el significado concreto del concepto de justicia
social. Las respuestas han sido muy diversas y han sido formuladas desde
distintos saberes científicos. Incluso no han faltado quienes han manifestado
reticencias por considerar que se trata de una redundancia sin sentido,
ya que toda justicia, por definición, es social, o, más aún,
han expresado un decidido rechazo por entender que se trata de un concepto
vacío de contenido real. Sin embargo es muy importante tratar de explicitar
y concretar el concepto de justicia social ya que la moral social cristiana,
cada vez con mayor insistencia, apela a esta justicia para urgir concretos
deberes morales --deberes de justicia-- que no encontrarían justificación
posible en las otras especies de justicia, es decir, en la conmutativa y
en la distributiva.
El Catecismo dedica un artículo a tratar de la justicia social, dentro del
capítulo en que trata de La comunidad humana y, por tanto, en la parte de
Moral Fundamental. Sin embargo no nos ofrece una precisa definición del
concepto. Se limita a decir que está ligada al bien común y al ejercicio
de la autoridad (n 1928), que sirve al respeto de la dignidad de la persona
humana y de la igualdad esencial de los hombres, y que impone deberes de
solidaridad. Considero que hubiese sido oportuna una definición de la
justicia social, o bien una aclaración del concepto que en la moral social,
y también en el Catecismo, resulta ser un concepto clave al que se apela
frecuentemente.
En el debate a que antes aludíamos y en el intento de definición de la justicia
social, una buena parte de los moralistas han venido inclinándose por identificar
el concepto de justicia social con lo que Santo Tomás llamaba justicia
general o legal .
Vale recordar que, según afirma Santo Tomás, la justicia general o legal,
es decir, la que nosotros llamamos justicia social, ordena todos los comportamientos
humanos hacia el bien común. Dice el Aquinate: Así como la caridad puede
decirse virtud general en cuanto ordena el acto de todas las virtudes al
bien divino, así también la justicia legal (general o social) en cuanto
ordena el acto de todas las virtudes al bien común . El objeto propio,
por tanto, de la justicia social es el bien común, como viene siendo afirmado
constantemente y el mismo Catecismo recuerda. Es verdad que toda justicia
tiene una referencia al bien común, por lo que, efectivamente toda justicia
es en algún sentido social. Pero mientras que la justicia conmutativa
y la distributiva ordenan de modo inmediato al bien de la persona particular
y sólo de modo mediato al bien común, la justicia social ordena el comportamiento
concreto inmediatamente al bien común y mediatamente al bien de las personas
individuales.
El Catecismo ha subrayado --como dijimos-- el carácter comunitario de la
vocación humana en la sección de Moral Fundamental, y, por tanto, concibe
a la sociedad como un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por
un principio de unidad que supera a cada una de ellas... por lo que se debe
afirmar que cada uno tiene deberes con las comunidades de que forma parte
(n 1880); en plena coherencia con ello, afirma que la justicia social formula
esos deberes para con la comunidad ordenando a este objetivo actos de todas
las virtudes. Actos de todas las virtudes, no todos los actos de todas
las virtudes . Por lo cual aquellos actos de una u otra virtud, que deben
servir de manera inmediata al bien común, se con vierten lógicamente en
deberes morales exigidos por la justicia, por la justicia social. Actos
concretos, por ejemplo, de la virtud de la honestidad, de la virtud de la
fortaleza o de la virtud de la caridad, pueden ser exigidos por la justicia,
por el bien común, por la justicia social .
Quizás parezca especialmente paradójica la posibilidad de afirmar, en este
contexto, como un deber de justicia lo que en principio es un deber de caridad,
dada la preocupación entre los moralistas en distinguir estos dos ámbitos
de deberes morales.
Posiblemente nos encontramos ante deberes morales, cada vez más importantes
en la vida social, que se sitúan en el ámbito de la virtud de la solidaridad,
cuya relación con la caridad y con la justicia no ha sido, de forma sistemática,
plenamente identificada .
En una sociedad en la que el actuar pensando exclusivamente en el interés
individual es causa de tantas injusticias, la apelación a la justicia social
constituye un antídoto eficaz contra toda forma de individualismo exacerbado,
difícilmente subsanable, por lo demás, con las formas de justicia particular:
conmutativa y distributiva.
5. La comunidad política
La comunidad política tiene como fin propio procurar el bien común, a cuya
consecución la autoridad debe ordenar el esfuerzo de todos los ciudadanos.
La cooperación de todos en el bien común se presenta como un importante
núcleo de deberes morales. Quienes en la organización de la vida política
detentan el poder son sujetos de peculiares deberes morales en orden a garantizar
el efectivo respeto del derecho de todas las personas, tanto en su condición
de seres individuales como miembros de la comunidad.
La Iglesia, y por tanto la moral cristiana, se preocupa de la vida política
por su obligada preocupación por el respeto a la dignidad de la persona.
El Catecismo, citando Gaudium et spes, justifica esta preocupación en los
siguientes términos: Pertenece a la misión de la Iglesia emitir un juicio
moral incluso sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan
los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando
todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de
todos según la diversidad de tiempos y condiciones (n 2246) . La Iglesia
no se confunde con la comunidad política ni interfiere en sus propias competencias.
El sentido y finalidad de su misión consiste en ser signo y salvaguardia
del carácter trascendente de la persona humana (n 2245), velando para
que las instituciones, las leyes y los individuos respeten esta dimensión
constitutiva de la persona.
Es precisamente el carácter trascendente de la persona, el reconocimiento
de que Dios es el origen y el destino de hombre, la razón de la obligada
referencia a un criterio objetivo del bien y del mal en la organización
de la vida social. La Iglesia, que aprecia el sistema de la democracia,
advierte del peligro que supone prescindir de una correcta antropología
ya que toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una visión
del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su
jerarquía de valores, su línea de conducta (n 2244). El Catecismo, siguiendo
casi a la letra a Centesimus annus, denuncia el peligro de totalitarismo
que amenaza al sistema democrático cuando pretende construirse sin referencia
a valores éticos objetivos, ya que una democracia sin valores se conviene
con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la
historia. Se señala así una inevitable consecuencia del intento de construir
un sistema político, sea el que sea, y también el democrático, sobre un
agnosticismo y un relativismo escéptico, del intento de cimentar el sistema
sobre la arenas movedizas de las ideologías en lugar de la roca firme de
una verdad que verifica los elementos esenciales de una correcta antropología.
El Catecismo acepta, pues, la validez del sistema democrático sin reticencias,
si bien advierte del peligro que amenaza cuando se prescinde de la referencia
a valores éticos objetivos y permanentemente válidos, referencia con la
que de suyo es compatible como sistema político. Al mismo tiempo reconoce
que es moralmente admisible la diversidad de regímenes políticos. Siempre
que cumplan el obligado servicio al bien de la comunidad la determinación
del régimen y la designación de los gobernantes ha de dejarse a la libre
voluntad de los ciudadanos (n. 1901). Un tema clave de la moral social
cristiana, en relación con la vida política, es el del origen del poder
y su referencia a Dios.
Lógicamente también el Catecismo le presta atención. Esto lleva consigo,
al menos, dos importantes consecuencias. En primer lugar la afirmación del
origen divino del poder, es decir, de su referencia constitutiva a Dios,
constituye un límite ineludible
al ejercicio del mismo: el ejercicio de una autoridad está moralmente regulado
por su origen divino (n 2235). Por eso toda ley humana debe conformarse
a la justa razón, realizando así su conexión con la ley eterna. Cuando la
ley cumple esta condición se produce la segunda consecuencia del origen
divino del poder: se conviene en voluntad de Dios, obliga en conciencia,
es decir, el obedecer a la ley es un comportamiento virtuoso, mientras que
su incumplimiento es pecado. Debería recordarse siempre el apremio con que
la moral cristiana urge el cumplimiento de las leyes civiles, al mismo tiempo
que la responsabilidad de los legisladores en formular las leyes en respeto
delicado a la racionalidad, es decir, a la ley de Dios. Cuando no se da
este respeto la ley es injusta y la conciencia cristiana debe negarse a
su cumplimiento mediante la objeción de conciencia.
En íntima conexión con el uso abusivo de la autoridad que supone el emanar
leyes injustas, el Catecismo, al tratar del escándalo, hace una clara denuncia
del escándalo que puede ser producido por la ley y por las instituciones.
Definido el escándalo como la actitud o el comportamiento que induce a
otro a hacer el mal (n 2284), el texto adviene que se hacen culpables
de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan
a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa,
o a condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua
y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos
(n 2286).
La preocupación de la Iglesia por la vida pública da origen a responsabilidades
diversas de sus miembros en relación con la política. Por eso el Catecismo
recuerda que No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir en
la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea
forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia
iniciativa con sus conciudadanos. La acción social puede implicar una pluralidad
de vías concretas (n 2442). En efecto, las enseñanzas de la doctrina social
cristiana, relativas a la vida social, ayudan a la formación de la conciencia
para que los cristianos den una respuesta responsable, con la ayuda también
de la razón y de las ciencias humanas, a su vocación de constructores responsables
de la sociedad terrena. Entre la doctrina enseñada y su plasmación en la
realidad social se sitúa la tarea propia de los laicos, como recuerda el
Catecismo: La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria
cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias
de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales,
políticas y económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida
de la Iglesia. Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada
de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de
la sociedad (n 899).
6. Compromiso moral en la actividad económica
El Magisterio eclesial y la teología moral han entendido siempre que la
actividad económica es una actividad humana que tiene su sentido en el servicio
a la persona y debe realizarse, por tanto, en obligada referencia a concretos
valores morales. La constitución Gaudium et spes ha concretado con claridad
lo que constituye el marco ético de referencia en la economía al afirmar
que el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social
. Por su parte los economistas se han planteado con frecuencia la cuestión
de si su disciplina científica ha de ser considerada como una ciencia puramente
positiva o si, por el contrario, tiene también un carácter normativo. Si
bien se acepta que el campo de la ética y el de la economía son lógicamente
distintos, se reconoce que en la práctica son inevitables las conexiones
entre ambas.
El Catecismo comienza reconociendo, como una exigencia del respeto a la
legítima autonomía de las realidades temporales y, por tanto, de la autonomía
de las ciencias, que la actividad económica, ordenada ante todo al servicio
de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana, está
lógicamente dirigida según sus propios métodos. Añade a continuación que
debe moverse no obstante dentro de los límites del orden moral, según la
justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre (n2426).
Ya se comprende que la apelación a la justicia social, como referente
obligado de la actividad económica, está indicando la existencia de deberes
concretos en este campo más allá de las exigencias de la justicia conmutativa,
deberes morales que, exigidos por la justicia del bien común, pueden pertenecer
en su raíz a otras virtudes.
Recuerda el Catecismo que en materia económica, para que efectivamente se
respete la dignidad de la persona, es necesaria la práctica de tres virtudes:
templanza, justicia y solidaridad (cfr. n 2407). La templanza asegura el
mantener una actitud adecuada ante los bienes económicos moderando el excesivo
apego a los mismos. Garantiza, así, el señorío del hombre sobre las cosas
e impide caer en un burdo servilismo que degenera en esclavitud. Es lo que
ocurre cuando se cae en el vicio del consumismo en cuanto implica una manipulación
artificiosa de las necesidades humanas un volcarse en la búsqueda de la
satisfacción del tener en detrimento del ser. Por otra parte es la virtud
de la justicia la que, en el ámbito económico, vela por el respeto a los
derechos del prójimo, al inclinar la voluntad a darle lo que le es debido,
como indica el texto del Catecismo. No se explicita de qué justicia se trata.
En todo caso no se puede pensar únicamente en la justicia conmutativa, en
la que tiene especial vigencia en el ámbito contractual. Debe entenderse
de la justicia en sentido más genérico, comprendiendo por tanto la justicia
social. De ahí que a la justicia debe acompañarle la solidaridad como expresión
de deberes morales no formulables desde la justicia considerada a nivel
únicamente interindividual.
La libertad es un bien que debe respetarse también en el campo de la actividad
económica. En línea de continuidad con el Magisterio social de las últimas
décadas, el Catecismo defiende el derecho de propiedad para garantizar
la libertad y la dignidad de las personas (n 2402) 24. De manera positiva
la libertad se despliega en la participación en la vida económica: Cada
uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente
de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos,
y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos (n 2429). En este contexto
el Catecismo aborda la cuestión de la responsabilidad del Estado en la actividad
económica (cfr. n 2431), y lo hace con una cita literal de Centesimus annus
(n 48). La responsabilidad del Estado viene expresada en dos niveles: por
una parte las tareas que le son propias en la vida económica, por otra los
límites de su intervención. Las tareas consisten, fundamentalmente, en crear
un marco institucional, jurídico y político que garantice un correcto funcionamiento
del mercado. Los límites vienen impuestos por el respeto al principio de
subsidiaridad. En este sentido un buen comentario, o mejor un más amplio
desarrollo doctrinal, es el texto de Centesimus annus, en el que se critican
los excesos del allí llamado Estado de bienestar, consistentes en el asumir
de manera habitual por parte del Estado tareas y funciones de suplencia
que sólo se justificarían, en el caso de ser necesarias, con carácter excepcional
y limitadas temporalmente.
No falta en el Catecismo una breve pero importante referencia a la existencia
de conflictos en la actividad económica. Reconoce que la vida económica
se ve afectada por intereses diversos, con frecuencia opuestos entre sí
(n 2430). No califica estos conflictos ni los valora. únicamente insiste
en la necesidad de superarlos mediante la negociación entre las partes implicadas,
reclamando la intervención de los poderes públicos solamente en caso necesario,
es decir, cuando se hubiesen agotado las posibilidades de arreglo mediante
la negociación entre los interesados.
Tienen quizás un especial interés los juicios que formula el Catecismo sobre
los sistemas económicos, por ser este un tema que ha merecido detenida atención
por parte de los moralistas y también por parte de recientes documentos
del Magisterio. En primer lugar comienza rechazando lo que suele denominarse
?economismo? o ?materialismo? , es decir, todo sistema según el cual
las relaciones sociales deben estar determinadas enteramente por los factores
económicos (n 2423). No es posible, en efecto, una comprensión adecuada
del hombre o del sentido de la vida social desde una absolutización del
sector de la economía.
7. La cultura
Toda la actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una
recíproca relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura
se requiere la participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla
en ella su creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de
los demás hombres. A ella dedica también su capacidad de autodominio, de
sacrificio personal, de solidaridad y disponibilidad para promover el bien
común. Por esto, la primera y más importante labor se realiza en el corazón
del hombre, y el modo como este se compromete a construir el propio futuro
depende de la concepción que tiene de si mismo y de su entorno .
La cultura es el espacio vital con el cual, la persona humana se coloca
cara a cara con el Evangelio. Así como la cultura es el resultado de la
vida y de la actividad de un grupo humano, del mismo modo, las personas
que pertenecen a ese grupo, están orientadas hacia un largo alcance por
la cultura en la cual ellas viven. Como las personas y la sociedad cambian,
así también, muchas son las personas y las sociedades transformadas por
la cultura. Desde está perspectiva se llega a aclarar porque la evangelización
y la inculturación son natural e íntimamente relacionadas entre sí. El Evangelio
y la evangelización no son, ciertamente, idénticos a la cultura; ellos son
independientes de ella. Sin embargo, el Reino de Cristo llega a la gente
que está profundamente vinculada a la cultura, y la construcción del Reino
no puede eludir el tomar prestados elementos de las culturas humanas.
No es posible comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a partir
del sector de la economía, ni es posible definirlo simplemente tomando como
base su pertenencia a una clase social al hombre se lo comprende de manera
más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la lengua,
la historia y las actitudes que asume ante los acontecimientos fundamentales
de la existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto central
de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio
más grande: el misterio de Dios. Las culturas de las diversas son, en el
fondo, otras tantas maneras diversas de plantear la pregunta acerca del
sentido de la existencia personal. Cuando esta pregunta es eliminada, se
corrompen la cultura y la vida moral de las naciones .
8. El bien común
Conforme a la naturaleza social del hombre, el bien de cada cual está necesariamente
relacionado con el bien común. Este sólo puede ser definido con referencia
a la persona humana: ?No vivan aislados, cerrados en ustedes mismos, como
si estuviesen ya justificados, sino reunidos para buscar juntos lo que constituye
el interés común?
Por bien común, es preciso entender ?el conjunto de aquellas condiciones
de la vida social que permiten a cada uno de sus miembros conseguir más
plena y fácilmente su propia perfección? . El bien común afecta a la vida
de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de
aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales: supone,
en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del bien
común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales
e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada uno
de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común reside
en las condiciones de ejercicio de las libertades que son indispensables
para el desarrollo de la vocación humana: ?derecho a actuar de acuerdo con
la recta norma de conciencia, a la protección de la vida privada y a la
justa libertad, también en materia religiosa? (Gaudium et spes n 26).
Conclusión
La doctrina Social pertenece a la Iglesia y es su misión evangelizadora
y forma parte esencial del mensaje cristiano, ya que esta doctrina expone
sus consecuencias directas en la vida de la sociedad y encuadra incluso
el trabajo cotidiano y las luchas por la justicia en el testimonio de Cristo
Salvador.
Es sobre todo el hombre en su relación personal con otras personas el fundamento
de la doctrina social. Es decir el hombre visto en lo que es y debe ser.
El hombre en su realidad singular tiene una historia propia y sobre todo
una historia propia de su alma.
El hombre conforme a la apertura interior de su espíritu y al mismo tiempo
a tantas y tan diversas necesidades de su cuerpo y de su existencia temporal,
escribe esta historia suya personal por medio de sus numerosos lazos, contactos,
situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo
hace desde el primer momento de su existencia sobre la tierra, desde el
momento de su concepción y de su nacimiento.
Este hombre es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado
por Cristo mismo vía que conduce a través del ministerio de la Encarnación
y de la redención?... (Redemptor Hominis n 14).
Bibliografía
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia; Conferencia Episcopal Argentina,
Oficina del Libro, Bs As 2005.
Catecismo de la Iglesia Católica; Conferencia Episcopal Argentina, Editorial
Claretiana, Bs As 1993.
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Documento de Puebla; Conferencia Episcopal Latinoamericana, Oficina del
Libro, Bs As 1983.
Documento de Santo Domingo; Conferencia Episcopal Latinoamericana, Oficina
del Libro, Bs As 1992.
Sollicitudo rei socialis; Carta Encíclica, Juan Pablo II, Ediciones Paulinas,
Bs As 1988.
Centesimus Annus; Carta Encíclica, Juan Pablo II, Ediciones Paulinas, Bs
As 1991.
Laborem Exercens; Carta Encíclica, Juan Pablo II, Ediciones Paulinas, Bs
As 1981.
Redemptor Hominis; Carta Encíclica, Juan Pablo II, Ediciones Paulinas, Bs
As 1979.
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