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Publicado por Nacho korn_fan164@hotmail.com
ABSOLUTISMO EN FRANCIA
El monarca Luis XIV era llamado el Rey Sol por su corte y ejemplificaba al absolutismo. Era el abuelo de Felipe V, el primer monarca borbón de España
La Monarquía francesa encarnada en Luis XIV representa el modelo más próximo al absolutismo triunfante del siglo XVII. Desde un punto de vista teórico no le faltaron fundamentos: desde los escritos políticos del cardenal Richelieu (1585-1642) hasta los puramente teóricos de Bossuet.
El reinado de Luis XIV (1643-1715) sorprende inicialmente por su larga duración, tanto si se toma como fecha inicial el momento de recibir la herencia o si se hace arrancar inmediatamente después de la muerte de Mazarino al comenzar su gobierno efectivo. En el transcurso de más de medio siglo, los destinos de Francia estuvieron regidos por este monarca excepcional, cuya personalidad y formas de actuar se destacan por encima de lo normal, al margen de la valoración que se pueda hacer de su reinado. Con él el absolutismo alcanzó un pleno apogeo, llegando la Monarquía al culmen de su poder y de su prestigio, no sólo nacional sino también internacionalmente, ya que se convirtió en soberano indiscutido y divinizado en el interior del territorio francés y en árbitro y controlador del juego de las relaciones interestatales. Así pues, durante buena parte de la segunda mitad del siglo XVII Francia se transformó en la gran potencia europea y su rey en uno de los personajes más poderosos e influyentes. La primera medida adoptada por Luis XIV fue asumir personalmente el gobierno de la nación, anunciando públicamente la desaparición del cargo de primer ministro y rechazando cualquier tipo de tutela o de control sobre su poder soberano. De esta manera ponía su persona por encima de toda instancia de poder, ya fuese individual o colectiva, regional o central, afirmando la voluntad regia de dar contenido y aplicar en la práctica el hasta entonces combatido y disminuido principio del absolutismo monárquico. En esta línea de actuación, el paso siguiente era potenciar el aparato de centralización y unificación estatal. Valiéndose de eficaces consejeros, a los que gustaba mantener largo tiempo en el cargo, permitiendo así la constitución de lo que se podría denominar linajes de altos funcionarios, al sucederse miembros de una misma familia en determinados servicios, y de una red de comisarios fieles a su política centralista, especialmente de los intendentes, nuevamente utilizados en tal sentido, el Estado recuperó la fuerza operativa y la capacidad disuasoria que en determinados períodos anteriores había tenido, superando incluso el nivel de intervención y el protagonismo político de etapas pretéritas. Como la teoría absolutista indicaba, para poder llegar a su perfección había que someter a los designios de la autoridad real y de su gobierno a los cuerpos representativos, los órganos de administración local o regional y los grupos privilegiados que podían amenazar o cuestionar de alguna manera las prerrogativas supremas del poder soberano. En consecuencia, los Estados Generales no fueron convocados, se controló mejor a los Parlamentos y a los distintos Consejos y Tribunales, se menoscabó a las autoridades municipales, se sometió a la nobleza, se impuso el galicanismo a la Iglesia, las protestas populares continuaron siendo reprimidas; en suma, se reforzó la maquinaria del poder central y se afirmó de forma indiscutida la dimensión absolutista del monarca, exaltándose su carácter mayestático. Había que potenciar también, y así se hizo, los principales medios de acción del Estado, primordialmente el ejército, instrumento básico de actuación para lograr llevar a cabo la política de grandeza exterior que se pretendía. A tal fin, contando con una población numerosa, dado el potencial demográfico de Francia (el país más poblado con diferencia de todos los de la Europa occidental), y con abundantes recursos económicos especialmente recaudados para financiar la agresiva política bélica puesta en marcha (en este punto destacó la gran labor desarrollada, como responsable de las finanzas del Estado, por Colbert, quizá el personaje más sobresaliente después del rey), pudo levantarse en pie de guerra un poderoso ejército integrado por un contingente de soldados hasta entonces nunca visto, para lo cual llegó a instituirse una especie de servicio militar obligatorio que afectaba a los franceses en edad de combatir; se completó, además, con la contratación de muchos extranjeros que vinieron a servir en las filas del impresionante ejército del rey de Francia. Una mejor organización de la intendencia y de la asistencia sanitaria de los soldados, un mayor control sobre los proveedores militares, un aumento armamentístico con su correspondiente perfeccionamiento, un reforzamiento de la disciplina y una llamada al patriotismo e identificación de la acción militar con la causa nacional fueron algunos de los factores que permitieron hacer del ejército francés una fuerza guerrera temible y casi imparable, sin olvidar que paralelamente se reforzaba de la misma manera la flota, creándose para ello una marina de guerra especializada y potente separada de la mercante. Para aumentar la fortaleza del Estado y lograr una mayor cohesión social, Luis XIV tomó la decisión política de imponer la unidad de fe en su Reino, lo que supuso una mayor presión inicial sobre los protestantes franceses, seguida poco tiempo después de un ataque abierto contra ellos por medio de la revocación del Edicto de Nantes, efectuada con el Edicto de Fontainebleau publicado el 18 de octubre de 1685. Culminaba así una política de endurecimiento religioso que había pasado por una primera fase en la que los hugonotes fueron perdiendo paulatinamente sus privilegios, hasta que se dio el paso definitivo de la prohibición oficial de su credo. Semejante actitud de firmeza y autoritarismo regio fue la que se adoptó frente al Papado y contra los jansenistas. Respecto a la Santa Sede no se le permitió la más mínima intromisión en los asuntos internos franceses, agudizándose por lo demás el galicanismo político y la subordinación de la Iglesia al Estado; en cuanto a los seguidores de Port-Royal, se puso especial cuidado de que su creciente influencia no alcanzase cotas peligrosas de desviacionismo socio-religioso, estableciéndose una atenta vigilancia sobre ellos con momentos de represión más definida. Ya avanzado el reinado tomó especial significación la Corte real como marco de referencia práctica del absolutismo monárquico. En Versalles se organizó un completo ritual de vida de la nobleza y cortesanos en general, teniendo como objetivo primordial la exaltación de la figura regia y la manifestación de su poder soberano. Todo giraba alrededor del rey, estableciéndose un verdadero culto a su persona. Engrandecido, divinizado, todopoderoso, Luis XIV siguió ejerciendo el pleno poder hasta el final de sus días, aunque para entonces la situación de Francia y su dominio internacional habían venido a menos. Lógicamente el larguísimo reinado del rey-sol atravesó por distintas fases, aumentando considerablemente en su última etapa los problemas y las dificultades a las que tuvo que hacer frente
Las clases sociales:
El preponderante papel de la familia en la Europa del siglo XVIII cobra su pleno sentido al enmarcarla en una sociedad como la entonces dominante, concebida como un conjunto de grupos cuya disposición jerárquica y desigualdad en derechos y deberes estaba reconocida y consagrada por la ley. Era la clásica estructura tripartita heredada de la Edad Media y que el Parlamento de París, ante la pretensión de Turgot de hacer contribuir en metálico a todos los propietarios de tierras, fundamentaba en 1776 de esta forma: "En el conjunto formado por los diversos órdenes, todos los hombres de vuestro reino os están sujetos, todos están obligados a contribuir a las necesidades del Estado. Pero también en esta contribución se encuentran el orden y la armonía. La obligación personal del clero es realizar todas las funciones relativas a la instrucción, al culto religioso y aplicarse con sus limosnas al socorro de los desventurados. El noble consagra su sangre a la defensa del Estado y asiste al soberano con su consejo. La última clase de la nación, que no puede rendir al Estado servicio tan distinguido, cumple su obligación con los tributos, la industria y el trabajo manual. Tal, Sire, es la regla antigua de los deberes y obligaciones de vuestros súbditos. Aunque todos sean igualmente fieles y sometidos, sus condiciones no están confundidas y la naturaleza de sus servicios está esencialmente ligada a la de su rango". Se describía así un ordenamiento social, comúnmente denominado estamental, en el que nobleza y clero eran reconocidos como estamentos jerárquicamente superiores al tercer Estado o Estado general, definido por exclusión y, en principio, amplísimo (todos los que no eran ni clérigos ni nobles), si bien se estimaba limitado en la práctica a sus elementos más destacados, a las profesiones ricas u honorables y a los cuerpos organizados. Se justificaba su preeminencia por la importancia de la función social a ellos encomendada, aunque la realidad ya no se ajustara exactamente a lo que reflejaban razonamientos como el que acabamos de reproducir; disfrutaban de determinados privilegios reconocidos legalmente, aunque no de forma exclusiva, ya que había otros cuerpos privilegiados; la inclusión del individuo en un grupo u otro, por lo que respecta a la división básica (noble/plebeyo), venia, en principio, determinada por el nacimiento -de ahí el papel clave de la familia- y la movilidad social era limitada y circunscrita a unas vías establecidas. Los criterios jurídico-legales, sin embargo, no eran los únicos presentes en la organización social. El factor económico, la posición de los grupos sociales en relación con los medios de producción, aparentemente al margen de la definición de los estamentos y, por el contrario, criterio primordial en la organización social en clases o clasista, ejercía también una notable influencia. Y andando el tiempo -1789 es la fecha simbólica, aunque, en la mayoría de los países, haya que penetrar no poco en el siglo XIX-, se terminará imponiendo la concepción burguesa, clasista, de la sociedad. Se consagrará la igualdad de los individuos ante la ley y el factor fundamental que regirá el ordenamiento social será de tipo económico. Se agilizará la movilidad y la promoción social. Pero, recordaba C. E. Labrousse en un coloquio internacional, ni el nacimiento ni la función desaparecieron como criterios operativos en la estratificación social. Aunque, eso sí, encuadrados en un marco jurídico diferente, presentando interacciones diferentes y actuando con un peso y un orden de sucesión también diferentes...
La familia:
El papel desempeñado por la familia en el entramado social era mucho más relevante que en la actualidad. Acostumbrados como estamos a vivir en una sociedad de individuos, tendemos a olvidar que en el pasado la inserción social del individuo se producía por medio de una serie de estructuras, consideradas naturales, que constituían su horizonte inmediato de convivencia y en torno a las que se tejía, como elemento básico de las relaciones sociales, una red de solidaridades y fidelidades cuya operatividad, aun experimentando ya los primeros síntomas de debilitamiento, se mantenía prácticamente íntegra en la Europa del siglo XVIII. El lugar (la comunidad) de nacimiento y vecindad, la corporación profesional, la parroquia, la cofradía... constituían otras tantas células que obligaban a los individuos afectiva y socialmente de por vida. Ninguna de ellas, sin embargo, podía ser comparada en importancia a la familia, tanto por la fuerza de los lazos de solidaridad generados, como por su papel en la dinámica social. Así pues, todo lo relacionado con ella era una cuestión de estrategia. Comenzando, lógicamente, por su formación, objeto de un cuidadoso cálculo, tanto mayor cuanto más elevado fuera el status socio-económico, ya que de la adecuada elección del cónyuge de los hijos -tarea habitualmente reservada al padre- dependería el deseado mantenimiento o mejora de aquél. Y el matrimonio era frecuentemente en todos los ámbitos sociales, desde el mundo de la aristocracia hasta el campesinado, un medio de sellar alianzas de la más diversa índole. La solidaridad inherente a la familia no se limitaba al estrecho ámbito del primer grado de parentesco, aunque fuera precisamente donde se manifestara con mayor intensidad. Las redes de solidaridad familiar eran mucho más amplias, aunque, en la práctica, no excluyeran la existencia de tensiones ni siquiera en el seno del núcleo primario. Baste recordar a este respecto el elevado número de pleitos familiares y las tensiones, a veces, derivaban en violencia y conductas abiertamente criminales- por cuestiones frecuentemente de tipo económico, ya fueran asignaciones de dotes o, sobre todo, repartos de herencias. La familia se encuadraba en un linaje, es decir, en un grupo de parientes en diverso grado que se sentía descendiente de un tronco común y del que recibía nombre y consideración de antigüedad y honorífica. Era algo impuesto por el nacimiento -irrenunciable, por lo tanto- y valorado especialmente por los nobles, quienes solían perseguir, por vía matrimonial, la convergencia de varios prefiriendo, naturalmente, los de mayor consideración social- en una familia. Ahora bien, si se trasciende el plano de la estima honorífica (todavía muy apreciada), su operatividad en el terreno de las solidaridades no siempre era efectiva, dada la frecuente excesiva ramificación del linaje y los no siempre coincidentes intereses entre sus diversas ramas. Solían ser más operativos grupos más reducidos (por lo que se refiere al parentesco consanguíneo) que el linaje, en los que, sin embargo, también tenían cabida parientes por afinidad y otros sin parentesco- y de carácter flexible, por cuanto podía apartarse de ellos a los miembros considerados perjudiciales o inconvenientes. Pero las relaciones de asistencia y solidaridad no se limitaban, sin embargo, al plano familiar. El tejido social estaba impregnado de múltiples formas de clientelismo que, teniendo como vértice a un personaje o familia notable, proyectaban sobre personas de todas las capas sociales los lazos de asistencia, protección y ayuda mutua. Y estaban presentes también en el plano político y de gobierno, llegando a ser la forma habitual del ejercicio del poder a cualquier escala. Era una realidad social plenamente admitida.
Clero:
El clero compartía con la nobleza su condición de estamento privilegiado y era reconocido, teórica y tradicionalmente, como el primero en rango y honor. Su capacidad de influencia en la sociedad seguirá siendo notable. Pero, más acusadamente que la nobleza, y debido a la presión centralizadora de las monarquías absolutas, al ataque de los intelectuales ilustrados, a la creciente desacralización de la sociedad, a los efectos de ciertas disputas teológicas -aunque mucho más débiles que en el pasado- y, sobre todo, a la ruptura de su monopolio doctrinal por el avance de la tolerancia, no traspasará incólume las fronteras del siglo. El clero europeo del siglo XVIII era muy heterogéneo y muchas de las afirmaciones generales que sobre él puedan hacerse, incluso las más elementales, exigen matizaciones.
El noble:
El Setecientos fue, ante todo, un siglo aristocrático. La aristocracia desempeñó un papel importantísimo en la vida política y en las instituciones; siguió ocupando el vértice de la pirámide social y disponiendo de unos recursos económicos inmensos y, cada vez más culta, educada y refinada, difundía por toda la sociedad un estilo de vida que perduraría y sería imitado incluso mucho después de su desaparición como estamento privilegiado. La nobleza estaba presente prácticamente en todos los países de Europa, aunque no constituía un grupo homogéneo, ni siquiera en el interior de cada país. únicamente la pequeña Suiza, por su peculiar evolución histórica, carecía de ella, aunque no faltaran grupos sociales que, desde el punto de vista funcional y del disfrute de privilegios, resultaban equivalentes. Y en todas partes siguió desempeñando, como en siglos anteriores, un papel político de primer orden.
La Burguesia:ç
Mientras comenzaba a erosionarse lentamente la posición de los estamentos privilegiados, el desarrollo de nuevos grupos y categorías socio-laborales al compás de la evolución económica acentuaba la complejidad estructural del resto de la sociedad, esa inmensa mayoría compuesta por los "que no eran ni clérigos ni nobles". Pero la nota más destacada fue el afianzamiento de una burguesía que, si aún no aspiraba ni estaba en condiciones de disputar el protagonismo social a la nobleza, sí se distanció definitivamente de la masa y, quizá no muy conscientemente, caminaba hacia un futuro que terminó consagrando su dominio.
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